Esta tarde, horror, me he sorprendido escribiéndole una carta a un joven poeta. En ella le decía: «Tienes talento y tiempo. Y también, quizá, prisa. Pese a las advertencias paternalistas, esto último resulta inevitable. Tampoco es necesariamente malo, si se conjuga con la autoexigencia y el apetito por trabajar. Que la poesía requiere paciencia es algo que cualquier poeta acepta pronto, reescribiendo sus poemas y advirtiendo sus incesantes defectos. Pero de ahí a pretender reprimir la ansiedad, que es una de las emociones más intensas y constitutivas de la juventud, media un abismo en el que caen los mayores cascarrabias. Mayores poco sinceros con su memoria personal. Hay autores precoces y autores tardíos. Cada escritor tiene su propio ritmo. Lo demás pertenece a la mitología de la madurez, que no se alcanza nunca o se alcanza sin querer». ¿Cuántas cartas a jóvenes poetas hará falta escribir para dejar de serlo? No sé. Ojalá Rilke me hubiera mandado una carta, aunque sólo fuese para ordenarme que no escribiese más. El gran Rilke, que cantó sobre Buda: «Él, que olvida lo que experimentamos/ y experimenta lo que nos niega».