De visita literaria en Zaragoza, entramos a comer en una taberna de machos. Una taberna de machos es un lugar donde se parte el pan con un solo movimiento de dedos, se bebe el vino en jarras opacas y se mastica haciendo un ruido misterioso con las mandíbulas. Un ruido no a comida sino a cristales, a luz astillada, a cosa no dicha. Los machos comen en mesas separadas, hombro con hombro sin llegar a rozarse, conviviendo de perfil. De pronto notamos que todos ellos tienen la mirada perdida en el extremo opuesto del comedor. «Es», me dice Ismael Grasa, «como si estuvieran mirando un televisor que ya no está aquí». La soledad es eso, pienso: un televisor que ya no está. «Aquí tienes mi amor», me susurra al oído Manuel Vilas entregándome su poesía reunida, que se titula Amor. Nos quedamos callados. Después partimos el pan.