Vuelvo al hotel con ese aire de fracaso óptico que persigue al viajero contemporáneo. O sea, con la sensación de no haber visto nada de lo que podría haber visto. Subo a mi habitación. Trabo la puerta. Me recuesto agotado en el sillón. El televisor aguarda, negro. Las cortinas ocultan la ventana. Abro Tormenta de uno, del poeta Mark Strand. Leo: «Si la ceguera es ciega para sí misma/ entonces la visión vendrá». Cierro los ojos. Ahora sí. La noche brilla.