Converso con amigos chilenos sobre la normalización de la memoria del pinochetismo. Uno de ellos me cuenta que, hasta hace no mucho, llamar públicamente dictadura a la dictadura podía sonar ofensivo. Al parecer eso empezó a cambiar con el arresto de Pinochet en Londres, adonde el genocida había volado confiando en su asombrosa condición de senador vitalicio. Una hora después de esta conversación, voy a una tienda de películas en la calle Merced, en el centro de Santiago. Compro una adaptación chilena de Proust: El tiempo recobrado de Raúl Ruiz, probablemente el mayor cineasta en la historia del país, exiliado en Francia tras el golpe de Estado. Pregunto también por un conocido documental de Patricio Guzmán, en el que se alternan testimonios de los secuestrados con las vicisitudes del encauzamiento al general: El caso Pinochet. Al escucharme pronunciar este título, un cliente muy bien vestido se vuelve para decirme: «¿Y qué caso es ese?». En la tienda no aparece el documental. Los vendedores tampoco parecen esforzarse demasiado en buscarlo. Me despido de ellos y salgo a la calle. Menos mal que, en vez de El tiempo perdido, llevo en una bolsita El tiempo recobrado.