27 de diciembre de 2014

Talento para perder (y 6)

Tras emigrar a España, una de las tareas de adaptación al nuevo medio fue familiarizarme con un campeonato casi desconocido para mí. Varios meses de concienzudo estudio de la prensa deportiva y visionado atento de los partidos bastaron para esbozar un panorama. Pero faltaba un detalle crucial: ¿de qué equipo iba a ser? Más aún, ¿iba a poder ser de algún equipo, aparte de Boca? En primer lugar me fijé en el club de mi ciudad adoptiva. Desafortunadamente, el Granada atravesaba el peor momento de su historia y se encontraba hundido en Segunda B. Empecé a acudir a sus partidos, pero eso no resolvía mi problema de integración diaria: para poder incorporarme a los debates de mis compañeros, necesitaba aficionarme a algún equipo de Primera. Era la época del Dream Team de Cruyff y, deslumbrado por su juego, sopesé la posibilidad de hacerme culé. Pero Barcelona quedaba, en todo sentido, muy lejos de Granada. Y en aquella alineación no había un Messi, ni siquiera un Mascherano con el que identificarme. Mi tío madrileño intentó enrolarme en el Atlético. Tuvo éxito con mi hermano y conmigo casi lo consigue. El obstáculo fue su inefable dueño Jesús Gil, con quien me resultaba imposible simpatizar. Poco después, Valdano y Redondo me convertirían en seguidor temporal del Madrid. Club del que su presidente, con la energúmena colaboración de Mourinho, terminaría distanciándome. Incapaz de inclinarme del todo por ninguno de los grandes de la liga, tomé una decisión cromática: me hice hincha del Cádiz, cuya indumentaria consistía en camiseta amarilla y pantalones azules. Esta adhesión andaluza me proporcionó un inmediato alivio y cierta extranjería xeneize. Un par de temporadas más tarde, como no podía ser de otra forma, mi flamante escuadra sufrió dos descensos consecutivos hasta Segunda B. Donde, para mi perplejidad, fue a reunirse fatalmente con mi Granada, que tardaría diecisiete años en regresar a Primera. Ascenso que se hizo esperar demasiado, como suele ocurrir con los equipos que valen la pena.

(este texto es una adaptación abreviada de mi contribución al volumen Con el corazón en la Boca, publicado por Aguilar Argentina y compilado por Sergio Olguín.)

26 de diciembre de 2014

Talento para perder (5)

Cuando mis padres me anunciaron que nos íbamos del país, lo primero que hice fue elegir los libros que me llevaría y ponerme a grabar goles de Boca. En una nueva ironía xeneize, mi equipo al fin había empezado a ganar y ahora resultaba que tenía que irme. Apenas me había dado tiempo a disfrutar de dos copas sudamericanas y de la fugaz dupla Latorre-Batistuta. Mi deseo era mostrarle mi equipo argentino a mi primo español, seguidor del Real Madrid y admirador de la Quinta del Buitre. En cuanto aterrizamos en España con mis padres y mi hermano (a quien había convertido a la fe xeneize), me apresuré a extraer mi equipaje de goles. Le había ponderado mucho aquellas imágenes a mi primo, glosándolas con todo lujo de adornos y exageraciones. Nos sentamos en el sofá emocionados, dispuestos a contemplar la mayor belleza futbolística de Latinoamérica. No podría describir mi espanto al comprobar que el formato en que había grabado todas aquellas cintas era absolutamente incompatible con el formato español. Lo único que apareció en la pantalla fueron rayas grises, figuras fantasmales y voces deformadas. Como de otro mundo.

25 de diciembre de 2014

Talento para perder (4)

El fútbol me salvó de muchas cosas. De ser el niño raro al que martirizan en la escuela. De no poder compartir más que gruñidos con mis compañeros. Del riesgo de ignorar el cuerpo, proclive como era a imaginar de más. El fútbol me enseñó que, si uno corre, es preferible hacerlo hacia delante. Que no conviene pelear solo. Que a la belleza siempre le dan patadas. Y que nuestros rivales se parecen demasiado a nosotros. Una de las costumbres que más me disgustan de nuestra pasión futbolera es el arsenal de tópicos referentes a la virilidad de los jugadores, ese malentendido que confunde el talento con las zonas inguinales. Recuerdo por ejemplo haber pasado media infancia escuchando las críticas que mi jugador predilecto, el Chino Tapia, recibía cada vez que perdía una pelota. Enganche zurdo, con esa electricidad que tienen ciertos pasadores para pensar y decidir bajo amenaza, el Chino era audaz en la conducción, visionario para los espacios e inesperadamente generoso en el último pase. Pero, un domingo tras otro, ciertos hinchas inguinales exclamaban: ¡Tapia, la puta madre, parecés una bailarina! O, si algún toque sutil no prosperaba: ¡No seas maricón, Chino, carajo! Durante el Mundial de México, mi infancia se topó con otra triste conclusión: los generosos suelen ser suplentes. En este caso, por supuesto, la camiseta número 10 era muy de otro. Pero, con el fútbol rupestre de Bilardo, el Chino no podía aspirar ni a media hora. Apareció un rato contra Corea y otro rato contra los ingleses. Luego de un breve acorde con Maradona, decidió por una vez no cederle el protagonismo a nadie y disparó desde lejos con su pierna mala. La pelota tropezó con el poste. Se paseó por la línea como dudando. Y se marchó a milímetros del gol. En aquel mismo instante, el delicado Tapia se desgarró la ingle.

24 de diciembre de 2014

Talento para perder (3)

Como en mi casa el fútbol no se consideraba algo interesante, y ya no digamos merecedor de esa atención ritual que yo le prestaba cada domingo, pronto adquirí la hermética costumbre de encerrarme en el baño a escuchar los partidos de Boca. En un tiempo con escasas emisiones en directo, a años luz de los canales digitales, la radio era nuestros ojos. También un desafío de imaginación aplicada y apreciación lingüística: si no había exactitud en la narración, el partido se emborronaba, perdía foco. Aunque me declaro adicto a los partidos televisados, por radio se alcanza un prodigioso vínculo entre estímulo verbal y producción de imágenes. A mejores palabras, mayor caudal de visualización. Por radio, entonces, yo escuchaba y veía a Boca. Para poder concentrarme en cada movimiento imaginado, para entregarme sin distracciones al gozo y al sufrimiento, justo antes del silbato inicial corría al baño y me recostaba en la bañera vacía. Apoyaba la radio en el borde, la ponía a todo volumen y me dejaba envolver por el sobresalto de los ecos. Así la narración, las voces, los goles se multiplicaban a mi alrededor, convirtiendo las paredes del baño en una pequeña cancha flotante. Ahí, a bordo de mi bañera xeneize, naufragando en dirección a la Bombonera, escuché los tres goles de Independiente que nos impidieron salir campeones el año en que Menotti trató de reflotar a Boca.

23 de diciembre de 2014

Talento para perder (2)

El Boca que me tocó querer en mi infancia fue el de la nefasta década de los ochenta. El de los cuatro entrenadores en una temporada. El de la depresión post-Maradona, que jamás pudo evitar destruir lo que él mismo había creado. El Boca de la sequía de los siete años: la mitad de la vida que pasé en Buenos Aires. Yo veía ganar a River y me preguntaba dónde andaría perdido aquel equipo que, según narraban mis mayores, había ganado la Libertadores y la Intercontinental el mismo año en que yo había nacido. Escuchando las hazañas pretéritas de mi equipo, me sentía como si hubiera llegado tarde a una fiesta a la que todo el mundo decía haber asistido. Sin embargo no lamento haberme educado en aquel Boca decadente. Sus derrotas fueron otra escuela. Desde esta perspectiva, nada más natural que haber sido trasplantado a Granada (sede de un club del que soy socio sufridor y que cada temporada lucha con dignidad por mantenerse en Primera), en vez de a ciudades obsesivamente triunfales como Madrid o Barcelona. Por eso mismo procuro tomarme con filosofía la crisis que Boca viene atravesando, antes y después del triste regreso de Bianchi. Quien ahora resulta, sin embargo, mucho más atractivo como personaje literario. Alguien que ha conocido el estatus del héroe y del apestado en un mismo lugar. Y que ha confirmado de manera cruel que los salvadores no existen. Quizá convendría vacunarse contra el síndrome mesiánico, o sea maradoniano, que le concede una exagerada importancia al genio individual por encima del trabajo colectivo. Difícil no intuir también, detrás de esa superstición futbolera, cierta idea de país.

22 de diciembre de 2014

Talento para perder (1)

El campeonato que acaba de ganar Racing Club de Avellaneda en mi país natal me trae recuerdos más o menos heredados, como todos los recuerdos. La memoria es una suerte de pelota delicada que rebota de cabeza en cabeza; hasta que alguien la patea lejos. Mi abuelo Mario era hincha de Racing y, durante los pocos años en que ambos coincidimos en la cancha de la vida, no dejó de insistirme para que siguiera su ejemplo. Cada vez que le confesaba que prefería a Boca, mi abuelo me contestaba riendo: ¡Pero si esos son unos pataduras! Mi padre, por su parte, apenas le prestaba atención al fútbol, si bien solía declararse vagamente de Racing en homenaje a su propio padre. De acuerdo con su irrevocable marxismo, mi otro abuelo Jacinto consideraba el fútbol un opio para el pueblo. De vez en cuando salíamos con una pelota, pero para él se trataba más de una gimnasia que de una pasión y, hasta donde puedo recordar, jamás manifestó inclinación por ningún equipo. Hoy la postergada palabrita patadura me habla de una extranjería triple. La que está implícita en la identificación con un equipo diferente al de la propia familia. La del abismo que se abre entre el léxico de las distintas generaciones. Y la de la expatriación a otra tierra donde nadie jamás ha dicho patadura. En España se usa más bien paquete o, según aprendería a decir en mi adolescencia andaluza, manta. ¡Pero si esos tíos son unos mantas! De pronto semejante expresión me suena tan lejana y generacional como aquella de mi abuelo Mario, quien tanto habría celebrado este triunfo que se ha hecho esperar, como suele ocurrir con los equipos que valen la pena.

17 de diciembre de 2014

Un pie en el desierto

Veo el sensacional documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz, que vincula metafóricamente la arqueología, la astronomía y la memoria del genocidio pinochetista. Las tres se nos presentan como lentas labores de reconstrucción del pasado capaces de iluminar las sombras del presente. El director chileno entrevista a la hermana de una de las víctimas, que estuvo años recorriendo el desierto de Atacama -donde funcionó el campo de concentración de Chacabuco- en busca de los restos de su hermano asesinado. Hasta que encontró el hueso de un pie con un calzado familiar. «Me pasé toda una mañana con el pie», cuenta ella, «callada, como en blanco». En blanco hueso. «Fue el gran reencuentro y la gran desilusión. Porque sólo entonces entendí que mi hermano estaba muerto». Una paz similar se merecen ya mismo los padres de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Mientras tanto, en mi querida Granada, cada día se menciona o se calla el asesinato de Federico García Lorca. La ciudad se enorgullece y avergüenza al pensar en su hijo universal. Una ciudad que tardó medio siglo en dedicarle un parque y tres cuartos de siglo en erigirle una estatua. Quizás el propio poeta se habría reído de su estatua. Pero, para reírse, hace falta tener cuerpo. Nombro el cuerpo de Lorca tal como España lleva narrándose desde 1936: sin saber todavía qué pasó exactamente. Aquí seguimos debatiendo si remover fosas abre viejas heridas o las cierra. Priscilla Hayner, experta en comisiones internacionales de memoria histórica, publicó hace unos años Verdades innombrables. Este título me remite a un revelador ensayo del argentino Fernando Reati, Nombrar lo innombrable, y a cómo ciertos silencios ocupan el lenguaje. Las dictaduras siguen hablando cuando cambiamos de tema. Antes de alcanzar el alivio, explica Hayner, se negocia con el miedo. Miedo a un dolor aplazado y a unos ausentes que no son muertos sino fantasmas. El recuerdo de Lorca es literalmente fantasmagórico: no hay rastros de sus huesos ni tampoco grabaciones de su voz. Si la fosa de Lorca no se encuentra, algún día su fusilamiento podría convertirse en versión opinable, en leyenda desértica. Entonces alguien podrá decir que el hecho jamás se demostró. Que el horror no sucedió necesariamente así. Granada, escribió el poeta, no puede salir de su casa. Algunos muertos tampoco.

2 de diciembre de 2014

La sensacional mujer ovillo



Su vocación de ovillo: 

en cuanto se concentra,

algún otro interés accidental

le tira de la punta de los ojos.

Le gusta proponerse en cualquier ángulo,

hace cosas extrañas con las piernas

que despliegan debates entre sí.

Donde ella toma asiento

el sol se le acurruca. 

La reina del rincón.

Amor desordenado.


31 de octubre de 2014

Un zombi vagabundo (y 3)

Será difícil que los lectores de Gwyn dejemos de sentirnos cuestionados acerca de nuestra propia experiencia, que incluye un concepto maniqueo de esas dos potencias totalitarias (como las calificó otro paciente hepático, Bolaño, que sobrevuela estas páginas) llamadas salud y enfermedad; y quién sabe si también de la división entre el cuerpo y esa protuberancia que denominamos alma. Partiendo de un ensayo del escritor chileno, a quien él mismo tradujo, Gwyn razona ecuacionalmente, concluyendo que la enfermedad despeja toda incógnita. Cualquier elemento al que se sume quedará restado, subsumido: «sexo + enfermedad = enfermedad; viaje + enfermedad = enfermedad». Retomando a Sontag, describe dos reinos que se sueñan opuestos, el de los enfermos y el de los sanos. Él ha vivido en ambos y no está seguro de cuál es su verdadera patria. «Es», resume, «como si tuviera dos pasaportes de países que sospechan el uno del otro». Con oportunos golpes de humor que alivian sin anestesiar, a semejanza del personaje del Profesor W (de quien el narrador observa, autorretratándose, que «tiene un lindo sentido para lo macabro que no puede mantener a raya»), El desayuno del vagabundo toca la vena de lo que todos somos en primer o segundo grado. Supervivientes que hablan.

29 de octubre de 2014

Un zombi vagabundo (2)

Gwyn va dejando por el camino invaluables reflexiones sobre el cuerpo; sobre cómo la enfermedad afecta la mirada y, de algún modo monstruoso, vivifica la memoria. «De vez en cuando», observa, «sentimos la necesidad de volver a empezar, de liberarnos de todas las posesiones –o narraciones– acumuladas durante la vida». Su escritura funciona entonces a modo de despojamiento para un personaje demasiado poblado, infestado de memoria corporal. Escrutando su propia posición literaria respecto a su dolencia, el autor emprende un conmovedor intento de apresar una narrativa de la enfermedad, una especie de sintaxis del paciente. En cierto pasaje alude a dos narrativas opuestas: la de la restitución, donde la salud equivaldría a una normalidad destinada a recuperarse; y la del caos, que refuta la anterior anulando cualquier posibilidad de regreso al bienestar. Por un difícil tercer camino avanza la voz funámbula de Gwyn, que pasó nueve años de su vida vagabundeando por países mediterráneos (particularmente España y Grecia), hundido en el alcoholismo aunque también en turbias epifanías. Su libro relata esos años de viaje y adicción, o de adicción al viaje. El proceso de su enfermedad. Su metamorfosis emocional. Su casi milagrosa recuperación. Y sobre todo el problema de cómo escribirla.

27 de octubre de 2014

Un zombi vagabundo (1)

El autor de este libro escribe vivo y muerto. En el año 2000, a Richard Gwyn le diagnosticaron una hepatitis C que lo condujo a una cirrosis terminal, la cual sólo podía resolverse en trasplante o muerte. Pero, incluso en el caso de la primera opción, otra persona –«un extraño»– debía morirse, con todo lo que ello implica de espera y pánico, de culpa y salvación entrelazadas. Acaso este concepto, la muerte de un extraño, funcione como punto de vista narrativo en El desayuno del vagabundo, que acaba de publicarse en castellano. Sólo que ese otro es también él mismo. Las consecuencias éticas y poéticas del trasplante quedan analizadas por el implacable poeta que es Gwyn y, al mismo tiempo, por el profesor y crítico que también es. Sólo desde este desdoblamiento (que acaso tenga que ver con su oficio de traductor) podía afrontarse con éxito ese otro escalofriante desdoblamiento que propone el texto: el de una mirada póstuma sobre la propia vida. Ideal narrativo después del cual sólo cabría el silencio. «Me he convertido en algún tipo de zombi», bromea, o no tanto, Gwyn, mientras cuenta cómo salvó la vida a última hora gracias a la incorporación de un hígado ajeno. Antes de esa inflexión iniciática, el narrador aborda la teoría del dolor y sus límites, el mutismo que se aloja al otro lado del cuerpo: «He alcanzado el Final de la Teoría». Final que por supuesto no nos salva de nada, excepto de la dañina esperanza de encontrar El Remedio, La Idea, La Comprensión: males ideológicamente contagiosos.

2 de octubre de 2014

Un impostor leal

Veo Garbo, el espía, documental que cuenta la insólita vida del doble agente catalán Joan Pujol, a quien se le atribuye un papel decisivo en el desembarco de Normandía. Aunque el apodo provenga de su facilidad para actuar, quizá su mayor don fue el literario. Para salvar el pellejo durante la Guerra Civil, Garbo había desertado del ejército republicano y se había pasado al bando nacional. En la Segunda Guerra Mundial se ofreció como espía a los ingleses, que lo rechazaron. Entonces probó suerte con los alemanes y, una vez contratado por estos, volvió a ofrecerse a los aliados. Así adquirió una fantasmagórica gloria falsificando informes dirigidos al enemigo. Garbo escribió toneladas de documentos, haciendo pasar por verdaderas las más disparatadas conjeturas. Sin pisar Inglaterra, narró minuciosamente a los nazis sus andanzas por Londres. Llegó a inventarse a veintidós informantes imaginarios, vale decir heterónimos, todos con sus respectivas biografías y correspondencias con la inteligencia alemana, que le pagó a su autor por cada uno de ellos. ¿Cómo fue posible tamaña impostura? Quizá porque los nazis necesitaban leerlo: su fanatismo disfrutaba creyéndole. Por esta labor de espionaje fantástico, Garbo llegó a ser condecorado por ambos bandos. Viendo el documental no dejé de pensar en los impostores de Historia universal de la infamia y en el ensayo de Borges sobre las kenningar, donde distingue entre un traidor y «un hombre desgarrado por sucesivas y contrarias lealtades». Si alguien duda de la capacidad de las palabras para intervenir en la realidad, que se acuerde de Garbo, el Pessoa del espionaje. Y que piense cuántas vidas salvaron sus ficciones, no sus armas.

25 de septiembre de 2014

Dos sillas para Amis (y 4)

Respecto a su método de escritura, el joven Amis reivindicó el vodka-tonic como herramienta para estar «un poco más consciente». El Amis actual matizó que escribir es un acto más inconsciente, y también más físico, de lo que creemos. «Se escribe con el cuerpo», sintetizó, «y nuestro cuerpo es cada vez más viejo». Quizá fuera impresión mía, pero me pareció advertir que su mano izquierda temblaba un poco y él trataba de retenerla, obligándola a agarrarse siempre a algo. Ahora el entrevistador y los dos Amis conversaban sobre la muerte. El actual observó que la esencia de la juventud residía en mirarse al espejo y pensar: «Afortunado tú, listo tú, eso a ti no va a pasarte». El entrevistador finalizó interesándose por su disciplina diaria. «Es usted un adicto al trabajo», lo elogió. El joven Amis replicó: «No. Soy un adicto». El Amis actual se limitó a guardar un elocuente silencio. Instantes después empezaron los aplausos, y él se levantó y se alejó caminando con algún esfuerzo. Sus dos asientos volvieron a quedar vacíos.

24 de septiembre de 2014

Dos sillas para Amis (3)

En un sutil efecto de ciencia ficción, el entrevistador le preguntó al invitado qué tal se llevaba con su padre, el también escritor Kingsley Amis, fallecido hace dos décadas. El joven Amis comentó que su relación, antes combativa, era ahora sospechosamente cordial, quizá porque él mismo acababa de tener un hijo, y por tanto era padre ante su padre. ¿Y qué vías literarias abre la paternidad? El joven Amis se apresuró a contestar: «Bueno, en mi próximo libro aparecen por lo menos tres bebés». El público estalló en una carcajada. El Amis actual intentó contener la risa: parecía encontrar reprobable celebrar sus antiguas respuestas como un espectador más. ¿Acaso no lo era? Ante la pregunta de si animaría a sus hijos a convertirse en escritores, el joven autor aseguró que su padre no lo había hecho y él tampoco lo haría. Extrañamente de acuerdo consigo, el autor actual añadió: «Me parece un oficio delirante». Luego explicó su resistencia a hablar de lo que estaba escribiendo, porque eso era algo demasiado privado. «Qué inglés es usted, me encanta», acotó el entrevistador. Dudo que Amis se abra una cuenta de Twitter. Me pregunto sin embargo qué habría hecho hoy su joven yo.

23 de septiembre de 2014

Dos sillas para Amis (2)

La sesión que más me atrajo de todo el festival fue la denominada Re-entrevista a Martin Amis. El punto de partida era genial: repetirle al invitado exactamente las mismas preguntas que había respondido hace veinticinco años para la revista Interview, fundada por Andy Warhol, con el fin de asistir a sus reacciones, comentarios y cambios de opinión. La radical ironía de Amis resultaba ideal para esta puesta en escena basada en la distancia. Llegué temprano a The New School, cerca del distrito de Meatpacking, que hoy se ha convertido en otro ejercicio de reescritura: la apropiación de cierta periferia para volverla cool y lucrativa. En la primera fila había varias butacas con un letrero donde podían leerse, tres veces consecutivas, los nombres de Martin Amis y Salman Rushdie. Como una ausencia al cubo o una performance sobre los múltiples egos de un autor. Por fin se levantó el telón. La entrevista correría a cargo del ex director de Granta, mientras un actor interpretaría al joven Amis, entonando sus respuestas pasadas frente al Amis actual. Es lo más parecido a debatir consigo mismo que un autor estará nunca. El locutor anunció el acto como una oportunidad para rectificar, en vez de para reflexionar sobre las transformaciones que opera el tiempo. «Volver atrás, revisitarse y corregirse», exclamaba. En otras palabras, el locutor parecía creer que somos una sola persona a lo largo de toda nuestra vida.

22 de septiembre de 2014

Dos sillas para Amis (1)

El último PEN World Voices Festival se propuso (al igual que otros eventos culturales en esa paradoja democrática llamada Estados Unidos) experimentar con la intimidad respecto al público. Es una de las consecuencias indirectas, y por eso mismo más interesantes, de la interacción en las redes sociales. Esto las convierte no en mero objeto de debate, sino en premisa del discurso. Una noche, a iniciativa de la librería McNally Jackson, me tocó cenar y conversar sobre literatura en un restaurante con un amigable grupo de desconocidos. En la siguiente actividad veinte escritores ocupamos un edificio entero, a la espera de que los asistentes eligieran el apartamento donde escuchar una lectura y debatir con nosotros entre el baño y la cocina. En este escenario de abrupta cercanía uno se siente incómodo, pero esa incomodidad resulta estimulante: al autor lo desplaza, literalmente, de su lugar preconcebido. Lo cual por otra parte nos llevaría a la cuestión de cómo preservar el misterio, o cómo elaborar otra clase de misterio, en los omniscientes tiempos digitales.

10 de septiembre de 2014

Cara a cara

La última novela de Antonio Soler, Una historia violenta, empieza con la extraordinaria descripción de la cara de un personaje, similar a la fachada trasera del edificio donde vive, «sin ventanas y mal pintada pero lisa y muy alta». Los personajes rara vez tienen cara para los lectores, que tendemos a atribuirles otra o bien ninguna. Sin embargo, cuando uno conoce en persona al autor de esas ficciones, su fisonomía se infiltra amigablemente en cada perfil imaginario, superponiendo sus rasgos como dos hojas de papel sobre el cristal de una ventana. Pienso de pronto en los rasgos de Antonio Soler, en cómo los describiría él mismo en una novela. Tienen algo de claroscuro, haya la luz que haya: no importa si es un foco lateral, una lámpara de techo, una linterna nocturna o el fulgor de la costa malagueña. La cara de Soler se hace sombra y deja que ciertas zonas resplandezcan, como si fuese una técnica narrativa. Se contradice un poco esa cara, tiene el mentón pequeño y la frente expansiva. Una mitad se lo piensa dos veces, se retrae y se fuga, mientras la otra mitad quiere asomarse al mundo, sobresalir, anticiparse. Soler tiene en la cara sus miedos y su antídoto. Un mapa de ángulos y curvas donde algo se accidenta. Territorio de hoyuelo y cicatriz. Es una cara bella, jamás bonita. Lo bonito carece de conflicto, mientras que lo bello está atravesado por tensiones internas. Cuando uno mira a Soler, tiene la impresión de que un ojo se le oscurece y el otro bromea. Con esos ojos vigilantes, que van de cacería por la memoria, narra mejor que muchos con el cuerpo entero.

29 de agosto de 2014

Cortázar forastero (y 5)

Uno de los aspectos más significativos y menos estudiados de Cortázar es su labor como traductor. No sólo porque lo retrata como lector y viajero, sino también porque ayuda a definir su relación forastera con la lengua propia. El Cortázar que traduce a Yourcenar o Defoe es estéticamente el mismo que lucha con hipnótica dificultad por pronunciar la erre, que se tambalea en Rayuela al reproducir su lejana habla porteña o deconstruye el género novelístico (y la certeza del idioma autorial) en 62 Modelo para armar. Cortázar hablaba fluidamente tres lenguas; la que peor pronunciaba era la materna. Dejó escrito en francés el poeta ecuatoriano Gangotena, recompensado por una rima intraducible: «J’apprends la grammaire/ de ma pensée solitaire». En sus incursiones como poeta menor, Cortázar adquirió la ambición lingüística de los prosistas mayores. Alguien podrá opinar que algo así ocurre con Bolaño. Pero si en él o en Borges su relegado corpus poético resulta por completo reconocible junto al resto de su obra, en el caso de Cortázar los poemas fueron más bien un adiestramiento, el testimonio inquieto de un narrador distinto. En una carta de 1968, le adjunta a su amigo Jonquières un soneto con el siguiente comentario: «Es absolutamente lo contrario de lo que pienso y hago en prosa, y por eso es muy útil como polarización de fuerzas». Precisamente en “Los amigos”, de Preludios y sonetos, encontramos un verso capaz de definir esa sensación de cercanía con que hoy tantos lectores celebran sus primeros cien cumpleaños: «los muertos hablan más, pero al oído». Muchos gritaron más que Cortázar. Pocos supieron, como él, levantar una voz.

28 de agosto de 2014

Cortázar forastero (4)

Siempre me ha intrigado el conflicto entre las imágenes populares de Cortázar y Borges y sus respectivos tonos como ensayistas. Borges tiende a ser considerado un clásico de sesuda seriedad. Pero su escritura, en particular sus ensayos, está plagada de provocaciones, ironías risueñas y bromas hilarantes. Cortázar es tenido por un autor lúdico, de esencial amenidad. Sus ensayos, sin embargo, mantienen una sorprendente corrección profesoral. Tal es el caso de Teoría del túnel, cuyo arduo empeño en trascender la razón positivista y repensar el surrealismo resulta curioso, si consideramos que dichos objetivos son gozosamente alcanzados en los relatos de Bestiario, escritos al mismo tiempo. Cuando Cortázar afirma que «las ideas son elementos científicos que se incorporan a una narración cuyo motor es siempre de orden sentimental», y que es preciso «hacer el lenguaje para cada situación», uno no puede evitar pensar que a menudo sus cuentos confirman lo que sus ensayos desdicen. Algo parecido podría observarse sobre Imagen de John Keats, minuciosa indagación en el más grande poeta romántico en lengua inglesa, que habría dejado al anglófilo Borges con ganas de diversión. Si bien en ese ensayo hay momentos aforísticos capaces de sintetizar al mismísimo Funes: «toda hoja es una lenta y minuciosa creación del árbol».

27 de agosto de 2014

Cortázar forastero (3)

Quiroga tanteó una división de su propia narrativa en cuentos de efecto y cuentos a puño limpio. Por anacrónicamente viril que hoy suene esta nomenclatura (casi tanto como la lamentable distinción en Rayuela entre lectores macho y hembra), el matiz parece pertinente: los textos de estructura clásica frente a los que salen sin brújula en busca de un impacto visceral. De manera análoga, resultaría factible agrupar los cuentos de Cortázar en función de dos conceptos mencionados por él: aquellos con la milimétrica vocación de converger en un golpe final, en un knock-out; y aquellos otros con preferencia por la improvisación musical a partir de un tema dado, es decir, por el take. Entre estos últimos podrían incluirse “Carta a una señorita en París”, “El perseguidor” y libros mucho menos transitados como Un tal Lucas. Tampoco los personajes femeninos de Cortázar escapan a esta suerte de amor dual. A un lado pululan diversas Magas y figuras más o menos influidas por la nouvelle vague. Pienso en la Alana de “Orientación de los gatos”, atrozmente alabada como «una maravillosa estatua mutilada», y cuyos encantos parecieran transcurrir sin ella saberlo, gracias a su becqueriano exégeta. Al otro lado sobresalen, por su capacidad de contradicción, retratos más complejos de personajes femeninos tradicionales. Así sucede con la madre de “La salud de los enfermos” o la prostituta de “Diario para un cuento”, cuya foto aparece como inquietante (¿y acaso irónico?) marcapáginas de una novela de Onetti.

26 de agosto de 2014

Cortázar forastero (2)

Los cuentos fantásticos de Cortázar han sido encapsulados en un canon restrictivo que tiende a traicionar la variedad de su poética. Las piezas perfectas al estilo de “Continuidad de los parques”, escritas durante los años 50 y 60, nos distraen de una extraordinaria periferia que, contradiciendo la opinión oficial, incluye su obra tardía. Pese a los abusados artefactos de inversión como “Axolotl”, muchos de sus cuentos memorables (“La autopista del sur”, “Casa tomada”) no condescienden al malabarismo estructural ni concluyen en sorpresa. En otras palabras, la mayoría de los cuentos de Cortázar opera al margen de la simplificadora ecuación con que suele identificarse su narrativa breve. Un ejemplo es “Queremos tanto a Glenda”, parábola de la reescritura incesante pero también de la censura política. Y sobre todo “Diario para un cuento”, experimento autoficcional donde se declara la intención de escribir «todo lo que no es de veras el cuento», los alrededores de lo narrable: el contorno de un género. Quizá por eso se repita la frase «no tiene nada que ver», a modo de mantra digresivo. El narrador afirma que Bioy (cuyo centenario, aunque casi nadie parezca haberlo advertido, también se celebra este año) sabría describir al personaje «como yo sería incapaz de hacerlo». Además de un homenaje, se trata del establecimiento de una frontera: el territorio en que se aventura aquí Cortázar transgrede muchos códigos generacionales y estéticos. Esta última gran pieza, cuento y anticuento, decreta la senectud de una tradición que él mismo había encumbrado.

25 de agosto de 2014

Cortázar forastero (1)

Por su impacto iniciático, suele repetirse que Cortázar es un descubrimiento de adolescencia. Esta afirmación, que contiene su dosis de injusticia, omite cuando menos una segunda realidad: hay sobre todo una manera adolescente de leer y recordar a Cortázar. Su aproximación al vínculo entre escritura y vida, heredada del romanticismo pero también de las vanguardias, lo convierte en la clase de escritor que genera una imaginaria relación personal con sus lectores. Para bien y para mal, Cortázar es altamente contagioso. Por eso quienes fingen desdeñarlo en realidad se están defendiendo de él.

28 de junio de 2014

Lo que Messi no es (y 3)

Como todo lo grande, el fútbol se entiende mejor más allá de sí mismo. «Siendo tan tímido», le preguntó cierta vez a Messi una amiga de la infancia, «¿cómo podés salir a la cancha y hacer lo que hacés delante de cien mil tipos que te están mirando?». Él sonrió tenuemente y pronunció la mejor respuesta que, dada su afasia, pronunciará quizás en toda su vida: «No sé. No soy yo». No soy yo, contestó Messi, sin pensar en lo mucho que nos hace pensar. O quién sabe si se trata de lo contrario: sólo entonces es él. Sólo entonces, dentro de la cancha, averigua quién es. El resto del personaje hiberna entre partido y partido. En ese sentido, Messi encarna el antídoto del miedo escénico. Su verdadera personalidad vive ahí, en el riesgo. Todo lo demás parece producirle una mezcla de pudor y fastidio. En definitiva, a Messi tendemos a pedirle que sea lo que no es. Más que con los bajones en su rendimiento, el problema tiene que ver con las expectativas ajenas. Por eso resultaría justo empezar a interpretarlo como lo que es: un genio que (siguiendo la norma de los genios) nos fuerza a reescribir nuestros lugares comunes. Aprender a leerlo nos permitirá disfrutar de él antes de que decline. Entonces empezaremos, como siempre, a extrañarlo demasiado tarde.

26 de junio de 2014

Lo que Messi no es (2)

Messi tampoco encaja en los modelos conocidos de capitán: el mesianismo hiperquinético de Maradona o Cristiano, la infatigable ejemplaridad de Raúl o Puyol, el magnetismo táctico de Guardiola o Xavi, la veteranía incontestable de Maldini o Gerrard. Ni siquiera posee la seducción del rebelde solitario, la inadaptación polémica de Garrincha, Romario, Guti o Riquelme. Por eso quizá resulte un tanto contra natura imponerle el brazalete. En un deporte de complejidad tan colectiva, la capitanía no suele portarla simplemente el mejor jugador, sino aquel con mayor capacidad de convocatoria entre sus compañeros. O, a la inglesa, el más curtido. En ninguno de esos casos está Messi, a quien la capitanía en la selección parece habérsele concedido por la razón opuesta que a sus antecesores: como estímulo anímico para él, más que para sus compañeros. El partido contra Irán estuvo al borde del bochorno hasta que Messi lo resolvió como le gusta: arrancando desde la derecha, en busca del perfil interior para el disparo entre varios defensores. Disciplina diagonal perfeccionada por Maradona en el 86 -contra Bélgica- y en el 94 -contra Grecia-. Al terminar el partido, Romero lo resumió con esa tensa capacidad observadora de los arqueros. «El enano frotó la lámpara», dijo. Así se lo espera a Messi: como una providencia casi externa al equipo. Más como un fugaz milagro que como una actitud contagiosa. ¿Por qué en el Mundial anterior, pese a llegar en mejor forma, Messi no fue tan decisivo como en este? Quizá porque su entrenador se empeñó en hacerle de espejo. La única manera que Maradona (y un país entero) encontró de admirar a Messi fue tratarlo como si fuera él. Un año antes de que Sabella le concediese el brazalete a otro 10 zurdo, Maradona lo obligó a sobreactuar un liderazgo a semejanza suya. Por eso le pidió (o al menos consintió) que bajara demasiado a recibir la pelota, en vez de convencerlo para esperar la jugada donde es en verdad mortífero: a diez metros del área, exactamente donde jugaba con Guardiola. Desde que fue elevado a líder de la selección, a Messi le piden que marque el ritmo del partido, cuando su capacidad tiene que ver justo con lo opuesto: alterarlo.

24 de junio de 2014

Lo que Messi no es (1)

A los espectadores con más apetito de leyenda que de análisis, Messi les propina (aunque él no lo imagine) un jeroglífico ideológico. Una contradicción que apenas encuentra precedentes en la historia futbolera: el desconcierto de un genio que no es un líder. Que no puede ni quiere serlo. El sensacionalismo contemporáneo tiende a exigir a los genios que sobreactúen sus cualidades. Que las aderecen con cierta dosis de teatralidad. El lenguaje no verbal de Messi (del verbal ya ni hablemos) resulta en cambio hermético. Quizá sólo Zidane transmitió ese distanciamiento introvertido. Pero, por su demarcación, intervenía de manera más constante en el juego. Y tenía algo de lo que Messi parece carecer: una rabia oculta debajo de la atonía, una irascibilidad repentina que, tanto en la selección francesa como en el Real Madrid, emergía ocasionalmente ante las adversidades. La inevitable autoridad que Messi ha terminado ejerciendo en el Barcelona o la selección argentina no parece consecuencia de una vocación de mando, sino del rendimiento en la cancha. De la productividad ensimismada de sus goles y la brutal frecuencia de sus récords. Esa autoridad ha llegado de hecho con un cierto retraso con respecto a sus méritos. Cualquier otro jugador superlativo, llámese Maradona, Ronaldinho o Cristiano, habría conseguido adueñarse de su equipo con mayor rapidez. No me engaño con la fábula pueril de que Messi es tan humilde que desprecia el poder. Quienes sostienen semejante idea subestiman a su interlocutor y, sobre todo, al poder. Pienso más bien que a Messi le interesa un tipo específico de poder: el de jugar como le da la gana sin que nadie le pida explicaciones. Desde su estatus de estrella, no parece esperar tanto que los demás hagan lo que él dice, como que los demás le permitan hacer lo que a él le da la gana. Así como Maradona se comportaba como una especie de líder sindical (con todas las contradicciones y demagogias del cargo), así como Pelé o Platini prefirieron convertirse en altos ejecutivos, o así como Zidane fue una suerte de silencioso guía estético, Messi sólo parece cómodo con una radical libertad individual. Anarquista sin teoría, más que imponer su ley, elude la ley ajena.

13 de junio de 2014

Autopsia de un yate

Nadie quiere comprar el yate del rey. El yate real se llamaba Fortuna: como una moraleja medieval, como la caprichosa suerte, como un paquete de tabaco al que le cambian de repente la legislación. Fortuna costó 19 millones de euros y se lo regalaron al monarca saliente veinticinco empresarios, con la ayuda piadosa del Gobierno balear. La cuenta sale a poco menos de millón por barba, aunque a este generoso grupo de empresarios me lo figuro escrupulosamente afeitado, como ha hecho el rey entrante para parecer el joven aspirante que no es. Veinticinco tipos sin barba pagaron un millón por puro amor a la monarquía parlamentaria, por apego ferviente a la corona, y no, ¡válgame Azaña!, por devolver favores o pedirlos. Al rey le regalaron Fortuna en el año 2001: en plena odisea del ladrillo, en éxtasis matrimonial del duque de Palma, en vísperas de la caída de las más altas torres, en la gloria del reino codeándose con el emperador George Bush II antes del bombardeo de tierras y mares. Fortuna supera los 100 kilómetros por hora. Puede huir del naufragio a gran velocidad. Fortuna mide 41 metros de eslora y admite la visita de cualquiera que acredite solvencia. No hay más que presentar una cuenta bancaria que no pinche, un bote salvavidas capaz de deslizarse a algún paraíso fiscal. El yate tiene apenas mil horas de navegación y sigue reluciente como un parlamento nuevo. Si hacemos cuentas, cada hora de mar le ha costado alrededor de 19 mil euros. Más o menos lo mismo que vale llenar el tanque del Fortuna o el sueldo anual de un investigador español. Según explica el capitán a los posibles compradores, la joya de la corona es un artilugio llamado estabilizador. Costó un millón de euros y lo instalaron el año pasado, en época de recortes, mareas y zozobras. Gracias al estabilizador de Fortuna, «estando el barco en medio de una tormenta, pones un vaso de agua en la mesa del salón y no se mueve». Tampoco la corona es un objeto que caiga fácilmente en tiempos de tormenta. Un rey entra y otro sale, uno viene y otro va, como las mismas olas, por el bien de la estabilidad. Para ahogarse en un vaso de agua ya están las aspirinas o los ciudadanos. Mientras las instituciones se devalúan, el precio del yate Fortuna sigue bajando: costó 19 millones, se puso en venta a 10, ahora se ofrece a 8, y parece que el precio es negociable. Si esperamos otro rato a que baje la marea, a lo mejor entre usted, yo y otros veintitrés vasallos nos lo compramos a precio de baratija. Es decir, a su precio real.

6 de junio de 2014

Prodigios, padres, policías (y 3)

Si la primera parte de Chatterton se concentra en lo que el tiempo hace con el amor (o viceversa), la segunda parte se ocupa de lo que el tiempo hace con el trabajo. De explotación laboral. De pura y podrida juventud. «Yo canto a los elementos de opresión», ironiza Medel. Hay dinero en sus versos, que no temen ensuciarse para brillar más lejos. Hay dinero en su lírica, en la lírica trágica de no tener dinero. Se trata de un libro maduro, más allá de que nos hable de la maduración, porque aquí la edad es un experimento con las metamorfosis del tono: el dolor de crecer, la sátira del crecimiento y la celebración de haber crecido. A lo largo de sus tres secciones vemos a este libro cumplir años. No por heterogéneo o tentativo, sino porque ese es el relato que propone. Así puede enmarcarse el último poema, que describe a una antigua compañera de infancia de la autora, ahora madre de dos niños, viajando en el asiento de un autobús que funciona como el lugar de una mujer que ha perpetuado su rol tradicional. No parece del todo casual que esa ex compañera se llame Virginia. De este modo, el libro se desplaza desde el hogar heredado, el imperativo de la pareja y la misión de la maternidad hacia una soledad agridulce, la lucidez individual y la solidaridad de género (o sororidad, tal como la autora gusta llamarla). Algo similar sucede en el poema dedicado a su hermana. Son versos inter pares, sin parto. Estamos ante una poeta de estirpe, a semejanza de aquellas mujeres «con el corazón biodegradable» a las que aludía su anterior libro, Tara. A Elena Medel muchos la han visto como una hija. Pero es toda una matriarca. Vía útero soltero de la gran mamá Szymborska, va a parirnos a todos. El tiempo le ha servido. Nada más alto puede decirse de alguien que vive y escribe.

4 de junio de 2014

Prodigios, padres, policías (2)

«Márchate, olor a lavavajillas,/ déjanos con mi sueño». Ese olor soñante es puro Medel. El hallazgo del tono, del costumbrismo elevado a vuelo, del humor que se ríe de la épica y respeta la elegía, en un golpe de sabia ambigüedad. «Oh pollo deconstruido, oh pan de Latinoamérica;/ oh almuerzo y microondas, manás de los autónomos,/ himno de los estómagos vacíos; ahora pienso/ en nuestras digestiones». Cuánto bien le habría hecho a Neruda ser un poquito Medel, al menos los domingos. Señalar que la autora tiene talento sería una obviedad imperdonable. Que está llena de técnica y trabajo suele en cambio olvidarse. Uno de los versos más emblemáticos de Chatterton menciona «el edificio y su diccionario». El edificio equivale al esfuerzo estructural. El diccionario, al estudio del lenguaje. En este libro hay flor y hay edificio. Fulgor y aplicación. Frescura más paciencia. Al comienzo de uno de sus poemas encontramos un gesto de talento controlado por la lucidez, accidente de la gracia que se convierte en idea. Primero leemos «al cerrarse la puerta»; después aparece el signo «(…)», como si algo se hubiera omitido o borrado de un portazo; y finalmente el verso continúa: «derrumbó nuestra casa». Al cerrarse una puerta, entonces, la elipsis se abre y el sentido queda a la intemperie. Como bien saluda otro de sus versos, «bienvenido, hueco».

2 de junio de 2014

Prodigios, padres, policías (1)

En algún lugar de Chatterton, el nuevo poemario de Elena Medel, se escucha la siguiente disyuntiva: «Arrojar la planta a la basura/ o cederla a mis mayores». Ay, las raíces jóvenes. Ay, las macetas críticas. Ay, los talentos precoces como Medel y las alarmas preventivas de sus mayores. Al contrario de lo que pregona la estupidez publicitaria, ser joven siempre ha resultado un tanto sospechoso: enseguida aparecen padres o policías. Es casi una reacción antropológica. El resto de la tribu grita: ¡a la cola, que nosotros llegamos primero! Hoy da la impresión de que los jóvenes españoles están hartos del discurso falaz de las oportunidades. Crecieron escuchando que el futuro sería suyo, que se formaran porque tendrían tiempo, y ahora resulta que el presente los suprime. Cuando se habla de la moda joven, suele confundirse el reportaje con la realidad. A los nuevos talentos los entrevistan, les hacen fotos, los felicitan, pero nadie les ofrece un trabajo y ya ni digamos un sueldo digno. ¿Cuántos paternalismos tienen que soportar los poetas jóvenes, por no hablar de las poetas jóvenes, antes de ser leídos con naturalidad? El patriarcado poético tiene, para decirlo con palabras de este extraordinario libro, «los pantalones demasiado grandes». Tiende a admirarse la entrepierna en vez de echar a correr. Quizá por eso se queda, tantas veces, «a mitad de proezas».

22 de mayo de 2014

Barbarismos

(Celebrando la publicación del nuevo libro Barbarismos. Más información, aquí.)


autoestima. Montaña rusa de un solo pasajero.

bandera. Trapo de bajo coste y alto precio.

corazón. Músculo peculiar que, en vez de levantar peso, lo acumula.

democracia. Ruina griega. || 2. ~ parlamentaria: oxímoron.

escuchar. Extraer música del ruido. || 2. Acción y efecto de prepararse para interrumpir.

ficción. Acontecimiento que aspira a suceder.  || 2. Versión menos evidente de lo real.

goleador. Individuo que celebra lo que merecieron otros.

humor. Facultad de parodiar las propias convicciones, o sea, de pensar. || 2. Flujo interno de la tragedia. || 3. ~ negro: ejercicio mediante el cual un humorista comprueba si sigue vivo.

imperfección. Belleza que permite ser intervenida. || 2. Perfección mejorada por el escepticismo.

joder. Verbo transitivo de admirable polivalencia.

kitsch. Mal gusto de buen gusto.

leer. Acción de viajar hasta donde uno se encuentra. || 2. Acción y efecto de vivir dos veces.

maternidad. Momento de plenitud de una trabajadora antes de ser despedida.

noticia. Ocultación de otra noticia. || 2. Lo que en este mismo momento está dejando de importar.

ñu. Especie rumiante protegida con el noble fin de que no se extingan los crucigramas.

orilla. Mitad de un lugar. || 2. Comienzo del puente.

pornografía. Modalidad ansiosa de autoconocimiento. || 2. Deseo trágico de ver algo siempre ligeramente distinto de lo que estamos viendo.

querer. Extraño afecto hacia alguien que no es uno mismo.

reconciliación. Tregua acordada entre dos cónyuges con el objeto de perfeccionar su ruptura. || 2. ~ nacional: desmemoria pactada entre dos bandos que se recuerdan perfectamente.

santo. Individuo tocado por un don divino para elegir a sus biógrafos.

traducción. Único modo humano de leer y escribir al mismo tiempo. || 2. Texto original que se inspira en otro. || 3. Amor retribuido palabra por palabra.

urna. Recipiente que acoge los restos de un individuo. || 2. En las jornadas electorales, ídem.

viejo. Joven tomado por sorpresa.

WC. Oficina con un solo empleado.

xenófobo. Individuo al que le repugnan sus propios ancestros.

yo. Conjetura filosófica.

zoofilia. Doctrina que predica el amor entre semejantes.

25 de abril de 2014

Cabeza con dos cielos


© Antonio Arabesco



Toda cabeza está rodeada por dos cielos. Uno es el de los pájaros, con sus alturas lisas y su gramática móvil. Los pájaros anidan por azar en la cabeza. Más tarde, cuando crían reflexiones, emigran al lugar donde el concepto se evapora. El segundo es el cielo caminante: ese que, ocupando el área donde un pie se convierte en decisión, crece en forma de halo y contagia de asombro el casillero racional. Otra clase de aves se quedan a vivir en la cabeza. Más grávidas. Implícitas. Su color se gradúa según lo que recuerdan. ¿Cuánta intemperie hay en la curiosidad? ¿Quién mira irse a quién? Revolotean en bandada las preguntas.


[poema para la exposición Mediterráneo, del fotógrafo Antonio Arabesco, que se inaugura hoy en Granada a las 20 hs. Carmen de la Victoria, sala Aljibe. 25 de abril al 23 de mayo, 17.30-20.30 hs.]

11 de abril de 2014

El botín (y 2)

La segunda noticia, cómo no, tiene que ver con la banca. Mientras entidades financieras y empresas constructoras presionan al Estado español para que continúe invirtiendo en el lucro privado de las infraestructuras públicas, el banquero más poderoso del país realizó unas declaraciones que no difieren una sola coma de las que haría un ministro o un presidente de Gobierno. Durante su última junta de accionistas, dicho individuo se refirió a una «gran labor en el esfuerzo de corrección del déficit público»; a su «compromiso para seguir avanzando en el equilibrio de las cuentas públicas»; y a la «recuperación de la economía española». No contento con ejercer de portavoz de las cuentas estatales, nuestro intrépido banquero se aventuró también a predecir el porcentaje exacto de crecimiento del PIB nacional, y a certificar de paso la ilegalidad de la independencia de Cataluña, invocando al mismísimo Tribunal Constitucional. Propongo que, en vez de mostrar el documento de identidad, en las próximas elecciones presentemos directamente nuestra libreta de ahorro, para agilizar el trámite. Al fin y al cabo, ya se sabe que el tiempo es oro. Y el oro ya sabemos de quién es.

8 de abril de 2014

El botín (1)

Llamar a estos tiempos crisis económica resulta tan ingenuo, o cínico, como llamar crisis de natalidad a una guerra. Buscando el verdadero nombre de las cosas, por sus causas y no por sus síntomas, la politóloga Wendy Brown ha bautizado nuestra época como la época de la desdemocratización. El problema no es tanto que nos falle la democracia, como que nos la están arrebatando. La profesora Brown –que no coincide precisamente con el modelo de mujer que pretende legislar el señor Gallardón– ha descrito cómo los gobiernos contemporáneos se rigen por los principios de un «sujeto calculador». De alguien que calca la razón económica sobre cualquier ámbito de la esfera pública, salud, educación o justicia incluidas. No se trataría simplemente de reducir la acción del Estado para concederle más espacio al mercado, y un conocido etcétera. Sino de organizar nuestra entera realidad institucional, y la totalidad de las relaciones sociales, en función del cálculo mercantil. Estos conflictos, analizados con detenimiento en un espléndido volumen de ensayos que tradujo la editorial madrileña Errata naturae, se reflejan a la perfección en dos noticias recientes. La primera noticia es que un posible antídoto contra el ébola y la hepatitis B crónica, que una empresa farmacéutica investiga con una subvención de 140 millones de dólares del Departamento de Defensa norteamericano, le ha permitido a dicha empresa multiplicar espectacularmente sus acciones en bolsa. Lo sospechoso es que tanto la subvención pública como este pelotazo financiero han coincidido con la grave epidemia de ébola en Guinea. Por este camino, nuestros virus, enfermedades y dolencias pasarán a ser asunto exclusivo de los ministerios de Economía, que a su vez serán meras sucursales de las empresas que coticen en bolsa. La ciencia ficción goza de excelente salud.

4 de abril de 2014

Speechless

Mientras cenábamos en espera del discurso final del Puterbaugh Festival, los comensales repartidos en floridas mesas como en las bodas, media Oklahoma masticando con moderada ebriedad, corbatas, pajaritas, escotes y collares, mi traductor George Henson soltó de golpe sus cubiertos y comenzó a toser y jadear y retorcerse. Intentó ponerse en pie, trastabilló, volcó dos vasos. Con los ojos muy abiertos, progresivamente enrojecido, movía los labios sin articular palabra. Enseguida apareció un profesor de lengua que alzó en brazos al corpulento George, con una facilidad menos atribuible al gimnasio que a la desesperación, y se puso a aplicarle violentos apretones. George no parecía reaccionar. Su mirada adquirió cierta fijeza vítrea, como la fotografía de un espanto. Sus facciones dejaron de temblar. El rubor de las mejillas dio la impresión de opacarse. Cuando lo tumbaron en el suelo para masajearle el pecho, di dos pasos atrás, intentando abarcar la desgracia, y me preparé para la aguda simpleza de lo peor. Los zapatos de mi traductor asomaban, divergentes. El silencio de la sala era quirúrgico. Noté cómo las lágrimas me pinchaban los ojos. Entonces las piernas de George se flexionaron, se lo oyó regurgitar, aullar, y finalmente se incorporó. La sala se elevó con él en un suspiro. Un bocado de carne le colgaba de la solapa, al modo de una rosa quemada en el ojal. En cuanto recuperó el aliento, miró a su alrededor y dijo con asombrosa calma: «I’m afraid I was enjoying too much my dinner». Corrí a abrazarlo. El profesor de lengua se retiró con la discreción calculada de los salvadores. Los invitados regresaron a sus mesas y la cena se reanudó. Además de reordenar nuestras prioridades, George nos recordó drásticamente otras tres cosas. Que los traductores merecen mucha más atención de la que suelen recibir. Que de ellos depende la respiración del relato. Y que, si algún día nos faltasen, de pronto el mundo entero se quedaría sin palabras.

30 de marzo de 2014

La casa y el viento

De visita en la hospitalaria Oklahoma, tierra de vientos y trenes, me entero de que pronto empezará la temporada de tornados, que en algunas zonas del estado pueden ser verdaderamente destructivos. Nadie a mi alrededor parece asustado por eso, o todos parecen haber aprendido a asustarse sin que nadie lo note. En la localidad de Moore, me cuenta una ancianita llamada Philis, varias casas vuelan cada año. Le pregunto cómo hace la gente para seguir viviendo allí. «Vuelven a construir sus casas, señor», me responde la anciana. ¿Y si al año siguiente vuelven a perderlas? «Entonces las construyen de nuevo, señor.» ¿Y por qué no se mudan a otro pueblo? «Porque esa es su casa.» Philis me sonríe y el rugido de un tren se lleva su siguiente frase hasta donde sólo el viento puede oírla.

5 de marzo de 2014

Poeta Newton

Por mucho que los programas de estudio insistan, ciencia y literatura jamás se han opuesto. De hecho resultan admirablemente paralelas en su objetivo (el conocimiento del mundo) y complementarias en sus métodos (la emoción de la regla en el pensamiento científico, las reglas de las emociones en el pensamiento literario). Cualquier manual de física sorprende por su espesor de metáforas, imágenes, neologismos. A semejanza de la poesía, la ciencia y sus diversas ramas se valen del asombro para obtener un sentido y conjeturar principios en el caos. La vieja ley de la gravedad, por sí sola, encierra esa evidencia simple y misteriosa que vive persiguiendo la poesía con su mirada: un objeto cae; alguien acierta a describir su vuelo fugaz; y así recomienza la historia de la curiosidad humana. El temblor de estar viendo y no entender del todo qué vemos.

7 de febrero de 2014

Gramática y excremento

Se desnudan y se cubren con sus propios excrementos. Eso contaban hace un año en la frontera de Melilla. «Se quitan la ropa», relataba la Guardia Civil, «y se untan con sus heces para repelernos»Ayer se ahogaron diez intentando llegar a Ceuta. Se desnudan. Se enmierdan. Y se ahogan. Digo diez en lugar de «una decena», como suelen formular burocráticamente los medios, porque los inmigrantes no son objetos inanimados ni una categoría intercambiable, sino individuos tan irrepetibles como los redactores que los enumeran. Diez personas, entonces, y no una decena de inmigrantes. La gramática pública duda más de la cuenta con ciertas muertes. Como si no supiéramos muy bien qué género y qué número atribuirles. Como si no fuésemos capaces de conjugar nuestras normas con determinadas realidades. Uno de los principales diarios españoles publicó el titular: «Una decena de inmigrantes muertos…», identificando a los fallecidos como inmigrantes antes que personas, y provocando una concordancia imposible entre decena y muertos. Otro diario tituló, con más justicia, «Ocho personas mueren…». Pero esa misma noticia empezaba diciendo «ocho personas de origen subsahariano han fallecido ahogados…», como si alguien hubiera sustituido a última hora inmigrantes por personas, olvidando corregir el adjetivo muertos. Mientras tanto, una importante agencia informaba: «los fallecidos han muerto ahogados…», cometiendo una extraña redundancia, como si temiera no tomarse el asunto lo bastante en serio. La gramática es otra manifestación de la ley. Y la ley, ya se sabe, no predica lo mismo para todos los sujetos. Diez personas mueren y diez millones miran. Algunos dan la vida por tener esos derechos que se están asfixiando al otro lado de las vallas. Si estas vallas no son el colmo de la lucha de clases, una metáfora barata y brutal de las asimetrías de la ley, me pregunto qué mierda entendemos por ley y por metáfora y por clase. Diez personas muertas. Eso. Ayer, desnudas y untadas con sus propios excrementos. Hoy, ahogadas ante nuestros propios ojos. Sólo en apariencia, los excrementos son suyos y los ojos son nuestros.


5 de febrero de 2014

El hombre que descolgaba sus poemas

La primera vez que lo escuché, una noche en Granada, me llamó la atención el modo peculiar en que el maestro José Emilio Pacheco recitaba sus poemas, que no era precisamente su actividad preferida. Ya lo había dejado escrito: «Si leo mis poemas en público/ le quito su único sentido a la poesía:/ hacer que mis palabras sean tu voz». Es el pretexto más elegante que he leído para justificar la timidez. Además de una cierta desgana irónica al pronunciar sus versos, como si no terminaran de gustarle o estuviese a punto de corregirlos, Pacheco tenía otra costumbre teóricamente aberrante y que en él resultaba natural. Sin alterar el tono, interrumpía la lectura en cualquier punto y se ponía a comentarla, aclarar el sentido de una palabra o contar alguna anécdota. Pacheco descolgaba sus poemas como un cuadro, se daba un paseo y volvía a colgarlos cuando le venía en gana. Se trataba de un conversador artístico, y por tanto sus textos eran sólo una parte de sus creaciones verbales. Finalizado aquel recital, tuve la fortuna de charlar con él y, al mencionar un precioso inédito que acababa de leernos, susurré estúpidamente mi duda acerca de si una mecha aloja la llama o quizá la sostiene. Mientras me arrepentía de inmediato por mi juvenil atrevimiento, Pacheco empezó a dar saltos y exclamaciones y corrió a buscar una bolsa donde guardaba cientos de hojas. Una bolsa de plástico blanca, parecida a las de las fruterías. Entonces los políticos de turno, antes de llevárselo a su cena oficial, tuvieron que esperar a que el maestro Pacheco, garabateando sobre una pared como un niño de sesenta y tantos años, terminara de reescribir la metáfora. Maravillado, aquella noche pedí el deseo de envejecer como él: cada vez más curioso, más inquieto. Unas horas antes, Pacheco había sufrido una seria descompostura. De camino al hospital, había mirado al concejal y le había dicho: Me estoy muriendo, Juan, perdón por las molestias. Poeta de guardia, supo prestarle siempre más atención al verso que al protocolo. Si le pedimos que descanse en paz, es muy probable que su voz responda pensativa: ¿pero eso no es una redundancia?