31 de octubre de 2014

Un zombi vagabundo (y 3)

Será difícil que los lectores de Gwyn dejemos de sentirnos cuestionados acerca de nuestra propia experiencia, que incluye un concepto maniqueo de esas dos potencias totalitarias (como las calificó otro paciente hepático, Bolaño, que sobrevuela estas páginas) llamadas salud y enfermedad; y quién sabe si también de la división entre el cuerpo y esa protuberancia que denominamos alma. Partiendo de un ensayo del escritor chileno, a quien él mismo tradujo, Gwyn razona ecuacionalmente, concluyendo que la enfermedad despeja toda incógnita. Cualquier elemento al que se sume quedará restado, subsumido: «sexo + enfermedad = enfermedad; viaje + enfermedad = enfermedad». Retomando a Sontag, describe dos reinos que se sueñan opuestos, el de los enfermos y el de los sanos. Él ha vivido en ambos y no está seguro de cuál es su verdadera patria. «Es», resume, «como si tuviera dos pasaportes de países que sospechan el uno del otro». Con oportunos golpes de humor que alivian sin anestesiar, a semejanza del personaje del Profesor W (de quien el narrador observa, autorretratándose, que «tiene un lindo sentido para lo macabro que no puede mantener a raya»), El desayuno del vagabundo toca la vena de lo que todos somos en primer o segundo grado. Supervivientes que hablan.

29 de octubre de 2014

Un zombi vagabundo (2)

Gwyn va dejando por el camino invaluables reflexiones sobre el cuerpo; sobre cómo la enfermedad afecta la mirada y, de algún modo monstruoso, vivifica la memoria. «De vez en cuando», observa, «sentimos la necesidad de volver a empezar, de liberarnos de todas las posesiones –o narraciones– acumuladas durante la vida». Su escritura funciona entonces a modo de despojamiento para un personaje demasiado poblado, infestado de memoria corporal. Escrutando su propia posición literaria respecto a su dolencia, el autor emprende un conmovedor intento de apresar una narrativa de la enfermedad, una especie de sintaxis del paciente. En cierto pasaje alude a dos narrativas opuestas: la de la restitución, donde la salud equivaldría a una normalidad destinada a recuperarse; y la del caos, que refuta la anterior anulando cualquier posibilidad de regreso al bienestar. Por un difícil tercer camino avanza la voz funámbula de Gwyn, que pasó nueve años de su vida vagabundeando por países mediterráneos (particularmente España y Grecia), hundido en el alcoholismo aunque también en turbias epifanías. Su libro relata esos años de viaje y adicción, o de adicción al viaje. El proceso de su enfermedad. Su metamorfosis emocional. Su casi milagrosa recuperación. Y sobre todo el problema de cómo escribirla.

27 de octubre de 2014

Un zombi vagabundo (1)

El autor de este libro escribe vivo y muerto. En el año 2000, a Richard Gwyn le diagnosticaron una hepatitis C que lo condujo a una cirrosis terminal, la cual sólo podía resolverse en trasplante o muerte. Pero, incluso en el caso de la primera opción, otra persona –«un extraño»– debía morirse, con todo lo que ello implica de espera y pánico, de culpa y salvación entrelazadas. Acaso este concepto, la muerte de un extraño, funcione como punto de vista narrativo en El desayuno del vagabundo, que acaba de publicarse en castellano. Sólo que ese otro es también él mismo. Las consecuencias éticas y poéticas del trasplante quedan analizadas por el implacable poeta que es Gwyn y, al mismo tiempo, por el profesor y crítico que también es. Sólo desde este desdoblamiento (que acaso tenga que ver con su oficio de traductor) podía afrontarse con éxito ese otro escalofriante desdoblamiento que propone el texto: el de una mirada póstuma sobre la propia vida. Ideal narrativo después del cual sólo cabría el silencio. «Me he convertido en algún tipo de zombi», bromea, o no tanto, Gwyn, mientras cuenta cómo salvó la vida a última hora gracias a la incorporación de un hígado ajeno. Antes de esa inflexión iniciática, el narrador aborda la teoría del dolor y sus límites, el mutismo que se aloja al otro lado del cuerpo: «He alcanzado el Final de la Teoría». Final que por supuesto no nos salva de nada, excepto de la dañina esperanza de encontrar El Remedio, La Idea, La Comprensión: males ideológicamente contagiosos.

2 de octubre de 2014

Un impostor leal

Veo Garbo, el espía, documental que cuenta la insólita vida del doble agente catalán Joan Pujol, a quien se le atribuye un papel decisivo en el desembarco de Normandía. Aunque el apodo provenga de su facilidad para actuar, quizá su mayor don fue el literario. Para salvar el pellejo durante la Guerra Civil, Garbo había desertado del ejército republicano y se había pasado al bando nacional. En la Segunda Guerra Mundial se ofreció como espía a los ingleses, que lo rechazaron. Entonces probó suerte con los alemanes y, una vez contratado por estos, volvió a ofrecerse a los aliados. Así adquirió una fantasmagórica gloria falsificando informes dirigidos al enemigo. Garbo escribió toneladas de documentos, haciendo pasar por verdaderas las más disparatadas conjeturas. Sin pisar Inglaterra, narró minuciosamente a los nazis sus andanzas por Londres. Llegó a inventarse a veintidós informantes imaginarios, vale decir heterónimos, todos con sus respectivas biografías y correspondencias con la inteligencia alemana, que le pagó a su autor por cada uno de ellos. ¿Cómo fue posible tamaña impostura? Quizá porque los nazis necesitaban leerlo: su fanatismo disfrutaba creyéndole. Por esta labor de espionaje fantástico, Garbo llegó a ser condecorado por ambos bandos. Viendo el documental no dejé de pensar en los impostores de Historia universal de la infamia y en el ensayo de Borges sobre las kenningar, donde distingue entre un traidor y «un hombre desgarrado por sucesivas y contrarias lealtades». Si alguien duda de la capacidad de las palabras para intervenir en la realidad, que se acuerde de Garbo, el Pessoa del espionaje. Y que piense cuántas vidas salvaron sus ficciones, no sus armas.