La novela El rufián moldavo, de Edgardo Cozarinsky, comienza hablando de cuentos. Un viejo afirma: «Es peligroso inventar cuentos. Si resultan buenos terminan por hacerse realidad, después de un tiempo se transmiten, y entonces ya no importa si fueron inventados, porque siempre habrá alguien que después los haya vivido». Como suele ocurrir con su coetáneo Piglia, la idea de Cozarinsky es coloquial y compleja. La releo. ¿Es inútil ficcionar, ya que la transmisión de historias inventadas termina convirtiéndolas en vivencias reales? ¿O, justo al contrario, contar historias vividas carece de sentido, ya que lo imaginario tiende a ocupar su lugar? Si esto último fuera cierto, la no ficción sería un ejercicio redundante.