Cierta vez fui a París con la intención de documentarme para una novela que no escribí jamás. Me interesaba saber cómo habían vivido los universitarios la euforia y progresiva decepción del Mayo Francés. Acudí a la Sorbona para hablar con un profesor español apellidado Redondo, que llevaba media vida trabajando allí. Busqué su departamento, me acerqué a la secretaría y pregunté por él. «Monsieur Redondó», me contestó una señorita detrás de una pantalla, «est en retrete». «Ah», sonreí satisfecho, «moi je l’attends». La señorita me miró como se mira a un dadaísta. «Mais il est en retrete», repitió. «No se preocupe», insistí en mi cómico francés, «será un placer esperarlo». Al ver que mi interlocutora se quedaba petrificada, me pareció aconsejable consultar mi diccionario. En él no encontré retrete alguno, pero sí retraite: jubilación, retiro. «Merci beaucoup», me despedí abochornado. Cada vez que vuelvo a París recuerdo aquel malentendido, ya irrepetible. No porque uno haya progresado con el idioma. Sino porque, por entonces, ni el Gobierno francés ni el español habían decidido jubilar a la gente a los 120 años.