Al maestro Morente le gustaba ir, entre otros, al bar Candela, en el barrio del Realejo. Pasé varios años en ese precioso barrio granadino, donde fui feliz casi siempre. Como tantos vecinos, a menudo tenía la ocasión de cruzarme con Morente e intercambiar saludos. Uno ponía la admiración y él, la sonrisa tímida. Cuanto más estrecho y feo fuese el bar, más a gusto parecía. A veces me quedaba mirándolo y tenía la impresión de que, en lugar de llevársela a los labios, iba a ponerse a cantarle a su copa. Otras veces pasaba en un coche destartalado, que conducía con toda clase de síncopas. Una tarde estuve a punto de ser atropellado por él frente a la puerta de Correos. Cuando me volví para increpar al conductor, vi que era Morente y acabé saludándolo. Él levantó una mano, sin apartar la vista de su canción rodante. Escucharlo en acción era soñar la historia del flamenco entera, desde la raíz hasta la vanguardia. No es justo hablar de él en pretérito. Más apropiado sería cantar de él en futuro.