Me despido de Londres leyendo a Henry James, que se despidió aquí. Elijo un libro divertido con un adiós triste: Daisy Miller. Nombre que, adaptado al español, sonaría flamenco: Margarita Molina. La novela narra el ir y venir de una muchacha inocente hasta la perversión, o acaso viceversa. Igual que esas ciudades extranjeras en las que terminamos pasando por el lugar que habíamos visto al principio, de Daisy salimos fascinados por la experiencia, aunque sin estar seguros de si la hemos conocido. Sin saber muy bien si es cándida o astuta, una cursi o un putón. El señor Henry escribía rozando la frontera entre el matiz y el eufemismo. En su prosa original, las cosas no se dicen: sólo podrían llegar a ser dichas («it may be said, indeed…»). Tampoco se describe su aspecto: apenas se descartan las descripciones inapropiadas («it was not, however, what would have been called…»). Al final, sin embargo, uno termina amando a Daisy. Y echándola de menos. Así es la crueldad de la ficción, tan parecida a la del amor. Primero alguien inaugura una compañía imprevista. Y después nos hace perder a quien en realidad no teníamos.