Mourinho es tan pesado que da incluso para análisis semióticos. Lo cual confirma que, desmintiendo su supuesto pragmatismo, parlotea más de lo que hace. Y que, detrás del presunto hombre de acción, opera un incansable publicista. Como deporte colectivo de despliegue individual, el fútbol mantiene una relación contradictoria con las disidencias. Uno de sus tópicos más sagrados reza: «El club está por encima de los nombres». Este principio de aparente lealtad oculta un trasfondo autoritario: sin importar quién esté ni qué haga, los aficionados estaríamos obligados a identificarnos con sus colores. Trasladando esta lógica a otros ámbitos como el político, uno toma consciencia de su aberración. A mí me comprometen más las personas que los clubes, los ciudadanos que sus patrias. ¿Por qué debemos apoyar por igual a nuestro equipo si lo representa un artista o un rompepiernas, si lo preside un deportista o un corrupto, si lo entrena un caballero o un energúmeno? Cada vez que escucho a Mourinho, siento una especie de derrota extradeportiva. «El fútbol», dice Valdano, «es un estado de ánimo». Quizá por eso Mourinho lo detesta tanto. Porque, de ser cierto su aforismo, muchos aficionados deberíamos sentirnos entre irritados y deprimidos.