Cuando a un director lo premian, en vez de la película premiada prefiero ver las anteriores. Así tengo la sensación de acercarme de manera lateral, quizá más íntima, a su obra. Tras la reciente lluvia de Goyas para Pa negre de Agustí Villaronga, cierro el paraguas y me zambullo en El mar, de la que recordaba haber leído excelentes críticas hace una década. Basada en una novela del también mallorquín Blai Bonet, la película despliega una mirada violentamente pasoliniana sobre la España que dejó (o mató) la guerra civil. Su estética combina el plano quieto, el preciosismo fotográfico y efectismo argumental. Las truculencias sanguinarias me impresionaron menos que los silencios zurbaranescos. Más que sobre la infancia de la posguerra, El mar reflexiona sobre la posguerra de la infancia. Sobre su truncamiento. Al principio de la historia, tres niños presencian un fusilamiento y una venganza. Ninguno sale indemne. Lo que han visto los forma y los sentencia. Justo antes del fusilamiento, uno de los niños susurra: «Ahora vuelven a matar a mi padre». Hay metáforas que se vuelven literales.