Veo en la BBC un reportaje sobre el aspecto actual de la ciudad de Chernóbil. No es que ahí no quede nada. Lo escalofriante es que, en realidad, ahí sigue todo. Sus edificios huecos. Sus tiendas clausuradas. Sus calles invadidas por la vegetación. Lo que más me sobrecoge es la visita al parque de atracciones de Chernóbil: su infancia en ruinas daña a quien la contempla. Los vagones roídos por el óxido. Los coches de choque volcados, mohosos. La gran noria quieta, en erosión. Doblemente tóxico, este parque de atracciones se ha transformado en un monumento a la petrificación de la alegría, a la interrupción de la vida, a la fiesta nuclear. Su visión no es la muerte, sino algo más siniestro y traicionero: su multiplicación artificial. La memoria humana sube y baja en una montaña ucraniana. Si la amnesia quiere un retrato, que una cámara vaya a Chernóbil.