Enlazada con estas tensiones, la invocación matriarcal recorre todo el libro desde distintos roles y edades. Si, históricamente hablando, en el nombre del padre heredamos verdades absolutas, aquí se admite el susurro disidente de las dudas. Y también el arte de la artimaña. O ardid, palabra casi perdida con un toque de astucia, juego y fuego muy a tono con sus versos. «¿No era esto madurar?», se interroga Rosa Berbel, «¿elegir cosas/ y esconder la elección a los demás?» Hablamos de poemas de formación donde el crecimiento es moral, físico y narrativo. Se hace balance de lo aprendido. Se reconocen las mutaciones del cuerpo. Y se genera una distancia temporal, un espacio de observación que no existía antes de su escritura. No es tanto que en estos versos la adolescencia haya quedado muy atrás, como que se la ha dejado definitivamente atrás porque ha sido escrita. La autora maneja con agudeza el poder de este recurso. En el camino, asistimos a los cruces de lo íntimo y lo público, a lo político que asoma eludiendo el panfleto. Crecer es «andar más, con más miedo,/ por calles más vacías». Esta inquietud —por desgracia tan contemporánea— reaparece y se desarrolla en “Sisterhood”, que tiene la virtud de funcionar como conversación familiar, de cama a cama, y como himno colectivo, de experiencia a experiencia. Similar resonancia logra “Retrato de familia”, donde leemos: «Este diálogo, eterno de mudos/ y de sordos, de vivos y de muertos,/ se despliega infinito/ en el salón». En el salón o, se nos cuenta, en los trasteros. Los sótanos del patriarcado. Allí donde iniciarse no es cuestión de interiorizar el deseo propio, sino de asumir la violencia ajena. En ese texto que da título al libro, la niña reformula el conflicto de decir la verdad. ¿Aprendió a no decirla? ¿Quiso decirla y no pudo? ¿O la está diciendo ahora, cuando rompe su silencio? Quizá por eso las niñas de estos poemas se esconden debajo de la mesa. Debajo de la mesa, falso techo conquistado, pequeño cielo propio, está el único refugio de una infancia que se estaba preparando para salir, construirse un cuarto y hablar. Y que por suerte ha hablado. Ya lo creo que ha hablado.
13 de febrero de 2019
11 de febrero de 2019
Como niños muy viejos (1)
Tu primer libro es un comienzo y también un abismo. Cada primer libro inaugura un terreno por delante, pero crea a la vez un punto de inflexión radical con respecto al pasado propio. Lo convierte en un bloque —el bloque inédito—, cuando todo estaba aún por suceder, cuando el futuro entero era una espera. Esto propicia una conciencia muy específica en los autores debutantes, que sienten cómo el horizonte se les instala de golpe. Y que acaso reproduce el acto de escritura, capaz de plantar una repentina sabiduría en nuestras cabezas, dueñas de un instrumento con más vida, memoria y madurez que ellas mismas. Esa es la lucidez única, semifantástica de la poesía joven. «Como niños muy viejos jugando sin permiso», lo sintetiza Rosa Berbel en su espléndido debut, Las niñas siempre dicen la verdad. En tiempos presuntamente dominados por eso que llaman posverdad, y en los que sin embargo nadie sabe cómo dejar de estrellarse con las nociones de mentira y verdad, cómo salir siquiera imaginariamente de la jaula de esa dicotomía, la poesía nos propone un espacio fronterizo. Un territorio claroscuro donde, además de grandes categorías, se deja entrar a las contradicciones, el autoengaño, el conflicto y su expresión. Esta traviesa ambigüedad parece ocultarse en el título mismo, si observamos el lugar que ocupa el tramposo adverbio temporal: las niñas siempre dicen la verdad. ¿Está realmente afirmándolo? En tal caso, ¿no hubiera sido más lógico (e igual de endecasílabo) escribir que las niñas dicen siempre la verdad? Sospecho que la autora está más bien cuestionando, parodiando un principio represor: a las niñas siempre se les exige pureza. Pero la infancia del poema es respondona. Repensar nuestros géneros también.
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