25 de abril de 2014

Cabeza con dos cielos


© Antonio Arabesco



Toda cabeza está rodeada por dos cielos. Uno es el de los pájaros, con sus alturas lisas y su gramática móvil. Los pájaros anidan por azar en la cabeza. Más tarde, cuando crían reflexiones, emigran al lugar donde el concepto se evapora. El segundo es el cielo caminante: ese que, ocupando el área donde un pie se convierte en decisión, crece en forma de halo y contagia de asombro el casillero racional. Otra clase de aves se quedan a vivir en la cabeza. Más grávidas. Implícitas. Su color se gradúa según lo que recuerdan. ¿Cuánta intemperie hay en la curiosidad? ¿Quién mira irse a quién? Revolotean en bandada las preguntas.


[poema para la exposición Mediterráneo, del fotógrafo Antonio Arabesco, que se inaugura hoy en Granada a las 20 hs. Carmen de la Victoria, sala Aljibe. 25 de abril al 23 de mayo, 17.30-20.30 hs.]

11 de abril de 2014

El botín (y 2)

La segunda noticia, cómo no, tiene que ver con la banca. Mientras entidades financieras y empresas constructoras presionan al Estado español para que continúe invirtiendo en el lucro privado de las infraestructuras públicas, el banquero más poderoso del país realizó unas declaraciones que no difieren una sola coma de las que haría un ministro o un presidente de Gobierno. Durante su última junta de accionistas, dicho individuo se refirió a una «gran labor en el esfuerzo de corrección del déficit público»; a su «compromiso para seguir avanzando en el equilibrio de las cuentas públicas»; y a la «recuperación de la economía española». No contento con ejercer de portavoz de las cuentas estatales, nuestro intrépido banquero se aventuró también a predecir el porcentaje exacto de crecimiento del PIB nacional, y a certificar de paso la ilegalidad de la independencia de Cataluña, invocando al mismísimo Tribunal Constitucional. Propongo que, en vez de mostrar el documento de identidad, en las próximas elecciones presentemos directamente nuestra libreta de ahorro, para agilizar el trámite. Al fin y al cabo, ya se sabe que el tiempo es oro. Y el oro ya sabemos de quién es.

8 de abril de 2014

El botín (1)

Llamar a estos tiempos crisis económica resulta tan ingenuo, o cínico, como llamar crisis de natalidad a una guerra. Buscando el verdadero nombre de las cosas, por sus causas y no por sus síntomas, la politóloga Wendy Brown ha bautizado nuestra época como la época de la desdemocratización. El problema no es tanto que nos falle la democracia, como que nos la están arrebatando. La profesora Brown –que no coincide precisamente con el modelo de mujer que pretende legislar el señor Gallardón– ha descrito cómo los gobiernos contemporáneos se rigen por los principios de un «sujeto calculador». De alguien que calca la razón económica sobre cualquier ámbito de la esfera pública, salud, educación o justicia incluidas. No se trataría simplemente de reducir la acción del Estado para concederle más espacio al mercado, y un conocido etcétera. Sino de organizar nuestra entera realidad institucional, y la totalidad de las relaciones sociales, en función del cálculo mercantil. Estos conflictos, analizados con detenimiento en un espléndido volumen de ensayos que tradujo la editorial madrileña Errata naturae, se reflejan a la perfección en dos noticias recientes. La primera noticia es que un posible antídoto contra el ébola y la hepatitis B crónica, que una empresa farmacéutica investiga con una subvención de 140 millones de dólares del Departamento de Defensa norteamericano, le ha permitido a dicha empresa multiplicar espectacularmente sus acciones en bolsa. Lo sospechoso es que tanto la subvención pública como este pelotazo financiero han coincidido con la grave epidemia de ébola en Guinea. Por este camino, nuestros virus, enfermedades y dolencias pasarán a ser asunto exclusivo de los ministerios de Economía, que a su vez serán meras sucursales de las empresas que coticen en bolsa. La ciencia ficción goza de excelente salud.

4 de abril de 2014

Speechless

Mientras cenábamos en espera del discurso final del Puterbaugh Festival, los comensales repartidos en floridas mesas como en las bodas, media Oklahoma masticando con moderada ebriedad, corbatas, pajaritas, escotes y collares, mi traductor George Henson soltó de golpe sus cubiertos y comenzó a toser y jadear y retorcerse. Intentó ponerse en pie, trastabilló, volcó dos vasos. Con los ojos muy abiertos, progresivamente enrojecido, movía los labios sin articular palabra. Enseguida apareció un profesor de lengua que alzó en brazos al corpulento George, con una facilidad menos atribuible al gimnasio que a la desesperación, y se puso a aplicarle violentos apretones. George no parecía reaccionar. Su mirada adquirió cierta fijeza vítrea, como la fotografía de un espanto. Sus facciones dejaron de temblar. El rubor de las mejillas dio la impresión de opacarse. Cuando lo tumbaron en el suelo para masajearle el pecho, di dos pasos atrás, intentando abarcar la desgracia, y me preparé para la aguda simpleza de lo peor. Los zapatos de mi traductor asomaban, divergentes. El silencio de la sala era quirúrgico. Noté cómo las lágrimas me pinchaban los ojos. Entonces las piernas de George se flexionaron, se lo oyó regurgitar, aullar, y finalmente se incorporó. La sala se elevó con él en un suspiro. Un bocado de carne le colgaba de la solapa, al modo de una rosa quemada en el ojal. En cuanto recuperó el aliento, miró a su alrededor y dijo con asombrosa calma: «I’m afraid I was enjoying too much my dinner». Corrí a abrazarlo. El profesor de lengua se retiró con la discreción calculada de los salvadores. Los invitados regresaron a sus mesas y la cena se reanudó. Además de reordenar nuestras prioridades, George nos recordó drásticamente otras tres cosas. Que los traductores merecen mucha más atención de la que suelen recibir. Que de ellos depende la respiración del relato. Y que, si algún día nos faltasen, de pronto el mundo entero se quedaría sin palabras.