CADÁVER: individuo que ha dejado de prestar atención.
CASI: medida exacta de todas las cosas.
CELOS: trío pasional entre alguien, su ser amado y su fantasma.
CIVILIZACIÓN: bombardeo con fines altruistas.
COITO: prolegómeno del ansiado después.
COMA: misterio de la sintaxis.
COMEDIA: género lo suficientemente inteligente como para parecer lo suficientemente tonto.
COMPATRIOTA: individuo al que nos une el azar y del que nos separa la voluntad.
CONCENTRACIÓN: secuestro de sí mismo.
CONVICCIÓN: variante prestigiosa del autoengaño.
CORAZÓN: músculo peculiar que, en vez de levantar peso, lo acumula.
CORRECCIÓN: fase primordial de la escritura, tímidamente completada por la fase de redacción.
CURVA: futuro de la línea recta.
Acaso porque la fuerza de la imaginación nos intimida o nos parece sospechosa, solemos repetir el dogma de que la realidad supera a la ficción. A mí me convence más la teoría de Wilde de que la vida tiende a imitar al arte. Nuestra forma de habitar y entender el jeroglífico de lo real tiene mucho de acto creativo. Cada experiencia íntima ejecuta en secreto la reescritura de una novela o el remake de una película. Y la política es capaz de copiar la forma exacta de nuestras pesadillas colectivas. Hace unos días, en pleno despertar del 11-S, diluvió sobre Madrid. El Congreso de los Diputados empezó a inundarse y, como la tempestad de Shakespeare, regó a sus señorías con una inquietante materia onírica. En un ataque de franqueza poética, la techumbre de nuestra democracia hizo de colador ante el asombro olímpico de unos parlamentarios japoneses que estaban de visita y que, probablemente, habrán suspirado de alivio al recordar que ellos no se reúnen en Fukushima. Pero esas elocuentes goteras fueron apenas el preámbulo de la siguiente alegoría. De tanto mirar hacia arriba, como una tribu bursátil que contempla el firmamento financiero, alguien de pronto descubrió que, en vez de sobrar grietas en el techo, nos faltaban agujeros. Varios de los disparos de los guardias golpistas del 23-F habían desaparecido. Las manchas más significativas de la página democrática española habían sido suciamente limpiadas. Las obras de reparación habían causado un daño irreparable. Igual que ciertos lapsus son recursos astutos de la voluntad, el olvido no es más que una variante del trauma. La memoria se manifiesta a veces con heridas y otras veces con metáforas: al intentar cubrir ciertos agujeros, se abrieron más goteras. A primera vista, parece una paradoja; en realidad no es más que pura lógica. La boca que se tapa termina gritando. La fosa que se esconde termina emergiendo. Y el terror que se borra termina salpicando las cabezas en cuanto sale el sol.
Muchos tuvimos una desagradable sensación de pasado, de losa embarrada, al seguir la exposición de la candidatura olímpica de Madrid. Allí estaban, radiantes como una corbata en mitad de un vertedero, el presidente del Gobierno y líder de un partido cuya entera financiación está en gravísima tela de juicio; la accidental alcaldesa y esposa de un ex presidente de cuyo nombre no podemos evitar acordarnos; y también el políglota heredero de una monarquía salpicada de fraudes familiares. Es difícil organizar el futuro apoyándose en lo más cuestionable del pasado. Más allá del tragicómico desempeño de la inenarrable Ana Botella, no parece casual que se trate de una autoridad política que ningún ciudadano madrileño eligió. No sólo porque nunca fuese candidata a su puesto, sino porque en nuestro modelo de democracia las listas electorales son como las partidas presupuestarias: impuestas, tristes y cerradas. Imagino la rabia y frustración que mi generación y las siguientes, acostumbradas a manejar otras lenguas (sin necesidad de haberse educado en un régimen de privilegio como el príncipe), habrán sentido desde España al contemplar cómo sus supuestos representantes se muestran tan incapaces de aprender inglés como de crear empleo. Mientras unos pocos dinosaurios nadan en la abundancia del café con leche, muchos jóvenes se ahogan en varios idiomas a la vez.
A estas alturas del desencanto ibérico, la expectativa por la elección de la sede olímpica parecía más relacionada con la autoestima nacional que con una mejora del empleo o del bienestar público. Durante histriónicas semanas, desde las fuentes oficiales se vendió un exceso de confianza amplificado por los medios locales, cuyos pronósticos diferían sospechosamente de los de la prensa internacional. Se trató de la enésima irresponsabilidad institucional, ya que este triunfalismo previo resultó proporcional a la posterior decepción colectiva. El resultado final subraya el declive de una nefasta clase política, como la que gobierna la Comunidad madrileña, que lleva demasiados años persiguiendo una redención por vía deportiva. Más allá de la anciana estratagema de hacer pasar la necesidad por virtud, la propuesta de unos Juegos austeros supuso un alarde de desfachatez. Con esta iniciativa, la delegación española no sólo intentó conseguir su meta principal sino también, de paso, que el Comité Olímpico avalase su desastrosa y asfixiante política económica. El pretexto fue que ya se había invertido casi todo lo necesario. Probablemente eso espantó al Comité, que actúa al servicio de un formidable negocio: igual que en las posguerras, lo que las grandes corporaciones ansían es un territorio oportuno para inversiones y beneficios masivos. Sería exigible conocer en detalle cómo se ha empleado el dinero gastado hasta ahora, así como el uso que se hará de esas infraestructuras con las que más de uno habrá lucrado. La España vertiginosa que tocó techo en el 92 padeció acaso cierto síndrome faraónico que no se limitaba al urbanismo, y que afectaba a la forma de pensar y proyectar un país. Tras la caída de los Juegos de Madrid, esa maravillosa ciudad mestiza que muchos amamos y visitamos con familiaridad, quizá vaya siendo hora de clausurar la fiebre por el gran evento. Y volver a pensar en los pequeños acontecimientos, en su más noble sentido: en el dato a pie de calle, en la circunstancia de cada ciudadano, en cada nuevo trabajo que se logra y, sobre todo, cada escuela que se abre o se salva. Pasar del salto de altura al salto de profundidad. A las no menos titánicas olimpiadas de lo pequeño.