20 de septiembre de 2013
La tempestad
Acaso porque la fuerza de la imaginación nos intimida o nos parece sospechosa, solemos repetir el dogma de que la realidad supera a la ficción. A mí me convence más la teoría de Wilde de que la vida tiende a imitar al arte. Nuestra forma de habitar y entender el jeroglífico de lo real tiene mucho de acto creativo. Cada experiencia íntima ejecuta en secreto la reescritura de una novela o el remake de una película. Y la política es capaz de copiar la forma exacta de nuestras pesadillas colectivas. Hace unos días, en pleno despertar del 11-S, diluvió sobre Madrid. El Congreso de los Diputados empezó a inundarse y, como la tempestad de Shakespeare, regó a sus señorías con una inquietante materia onírica. En un ataque de franqueza poética, la techumbre de nuestra democracia hizo de colador ante el asombro olímpico de unos parlamentarios japoneses que estaban de visita y que, probablemente, habrán suspirado de alivio al recordar que ellos no se reúnen en Fukushima. Pero esas elocuentes goteras fueron apenas el preámbulo de la siguiente alegoría. De tanto mirar hacia arriba, como una tribu bursátil que contempla el firmamento financiero, alguien de pronto descubrió que, en vez de sobrar grietas en el techo, nos faltaban agujeros. Varios de los disparos de los guardias golpistas del 23-F habían desaparecido. Las manchas más significativas de la página democrática española habían sido suciamente limpiadas. Las obras de reparación habían causado un daño irreparable. Igual que ciertos lapsus son recursos astutos de la voluntad, el olvido no es más que una variante del trauma. La memoria se manifiesta a veces con heridas y otras veces con metáforas: al intentar cubrir ciertos agujeros, se abrieron más goteras. A primera vista, parece una paradoja; en realidad no es más que pura lógica. La boca que se tapa termina gritando. La fosa que se esconde termina emergiendo. Y el terror que se borra termina salpicando las cabezas en cuanto sale el sol.
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