Hace un año y propina murió Fogwill. Llegar impuntuales a su aniversario es sacarse la corbata que él no se hubiera puesto para redactar su necrológica. Solíamos leerlo a la luz del personaje. La seducción bélica de su figura nos distraía del rigor de su obra. Sobre todo en una literatura como la argentina, que tiende a retratarse con las poses más que con los textos. Pero lo esencial es el sonido fog. Ese que brilla en su sintaxis de abstracción oral. En su atención quisquillosa a las cosas. Ahí vuela esa maravilla de humor y autoexégesis llamada Muchacha punk. Recuerdo mi sorpresa al leer Los pichiciegos, después de tanto oír hablar de ella. Me extrañó encontrarme con una potente novela realista, cercana a todo eso contra lo que su autor se declararía. La narración es de un costumbrismo oscuro y sólo ocasionalmente alucinado, como en la escena donde los pichis celebran los bombardeos como una atracción de circo. Todo lo demás (el frío, el dolor, el miedo) es de una compasión y una sobriedad apabullantes. «Esas cosas, de la cabeza, no se borran así nomás». Semejante escritor, tampoco.