Para bien o para mal, los verdaderos escritores parecen infectados por su propia narrativa. De modo que se vuelven incapaces de referirse a su vida sin recurrir a su estética. En las Cartas a Milena, que Kafka dirigió a la traductora y periodista que sería su última confidente, abundan los fragmentos afines a los microrrelatos de Contemplación. Un par de años antes de morir de tuberculosis, el autor le resume a su corresponsal: «Por la mañana llegó la criada, una muchacha buena pero extremadamente realista. Vio la sangre y me dijo: Ay, doctor, usted no tiene para mucho. Yo me sentía mejor que nunca, fui a la oficina y sólo por la tarde visité al médico. El resto de la historia carece de importancia». Esa última frase lleva toda una vida de escritura.