Tal como la entiendo, la transgresión no sería un objetivo a priori. Sino una consecuencia necesaria del trabajo. Lo primero obedece a una especie de adolescencia estética. Lo segundo, entre tropiezos y dudas, puede conducir al arte. «Poesía», definió el poeta brasileño Oswald de Andrade en unos versos muy en sintonía con el movimiento creacionista en español, «es el descubrimiento de las cosas que nunca he visto». Ironizando sobre el hartazgo de la belleza tradicional, el autor declaró en su Manifiesto Pau-Brasil que, si jamás se había inventado una máquina de hacer versos, es porque ya existían los poetas parnasianos. Lo que los vanguardistas del siglo veinte no imaginaron es que, cien años más tarde, también se oxidaría la máquina de transgredir: la boutade. No me interesa tanto el urinario de Duchamp, la estridencia de lo banal fuera de contexto, como la maltrecha poesía que el lenguaje sería capaz de extraer reescribiendo ese urinario. Lo sórdido pidiendo auxilio a la belleza. Toda epifanía a tiempo me parece transgresora.