Más que una novedad para la música, Amy Winehouse siempre me pareció un epígono brillante. Una excelente ventrílocua de voces del pasado. Que cantaba muy bien, nadie puede negarlo. Que nos deje un estilo, eso ya es más dudoso. Su muerte antes de los 30 provocará algo tan sórdido y previsible como su autodestrucción: la exageración póstuma de su talento. Los mismos que hace un mes se reían de su bochorno musical en Belgrado, hoy lamentarán la pérdida de una artista inigualable, ble, bla, bluf. Según un manoseado adagio argentino, desde su accidente, Gardel canta cada día mejor. A Winehouse, por desgracia, la muerte le ha evitado cantar cada día peor. Detesto la necrofilia de las hazañas potenciales, de las presuntas obras maestras que los difuntos habrían compuesto. Genios tempranamente malogrados fueron Billie Holiday, Elvis Presley, John Lennon. Como algunos del siniestro Club 27: Jones, Hendrix, Morrison, incluso Cobain. Si nos ponemos a decir que Winehouse fue el prodigio truncado de su generación, estaremos faltándole el respeto a su vida y a la música. Mientras tanto, de paseo por San Sebastián, el abuelo BB King se hace más mito envejeciendo.