Muchos escritores que se declaran interesados en las relaciones entre escritura y política tienen algo en común: jamás indagan en el pensamiento de género. Suscriben toda clase de reflexiones poscoloniales, revisiones históricas, desmontajes del mercado editorial, análisis sociológicos de la tecnología. Pero suelen callar, o salir corriendo, o reaccionar con furia, ante cualquier planteamiento feminista. Su discurso omite los vínculos entre ficción y patriarcado, entre los roles de género y los puntos de vista narrativos. El llamado pensamiento de género, parece mentira tener que recordarlo, concierne a mujeres y hombres. Afecta al modo en que conformamos nuestra autoimagen y proyectamos nuestra identidad, cuya faceta de género es tan sometible a crítica como las opiniones políticas o las inclinaciones estéticas. El feminismo nada tiene que ver con una presunta concesión que se les hace a las mujeres. En su aplicación siglo 21, es también una forma de autoconocimiento masculino. De liberación íntima. Y, sobre todo, de profundización en la escritura. La postura del machito ilustrado en la literatura nos va a dejar a todos en calzoncillos, si seguimos fingiendo que esto es un tema de mujeres.
(Resumen del artículo en la revista Ñ, 13-05-2011. Leer texto completo...)