Ante la muerte de Jorge Semprún, intelectual bilingüe que logró el milagro de tener dos países además de dos extranjerías, Herta Müller escribe: «Siempre me he visto obligada a encuadrar en los libros de Semprún a mi padre, soldado de las SS. Siempre quise ser capaz de impedir que mi padre, incluso a posteriori, se convirtiera en soldado de las SS». La escritura como utopía retrospectiva: mejorar el pasado al conocerlo. Bernard-Henry Lévy lo resume con un aforismo: «Escribir no para sobrevivir, sino para revivir». Quizá la vida más digna consista en revivir al superviviente. Javier Solana, ministro de Cultura anterior a Semprún, deja anotada una contradicción en su Twitter: «Mejor silencio como recuerdo al amigo». El silencio es otra palabra. Callar, otra manera de provocar la glosa. «Desde hacía dos años», cuenta el propio Semprún en La escritura o la vida, «yo vivía sin rostro. No hay espejos en Buchenwald». Ese espejo imposible del horror se llamaría literatura.