Ahora que el señor Jobs ha alcanzado los cielos como el santo casi homónimo, recuerdo una visita a su más divino templo. Caminaba por Nueva York con un amigo. Él deseaba comprar un iPad en la espectacular tienda cúbica de la Quinta Avenida. Mientras peregrinábamos, debatimos sobre la utilidad del artilugio. La tienda me impactó por su capacidad metafórica. Su estructura de cristal permite contemplar el río de clientes, fluyendo incesantemente alrededor de las mesas, como una catarata al pie de un mirador. No sólo se exponen los productos: también a sus compradores. Es el capitalismo en versión transparente. La unión de material, mensaje e intención. Mi amigo se adentró en el cubo. Yo, que amo los Mac como aparatos bien hechos, pero los detesto como fetiches de consumo, preferí esperar fuera. Me quedé observando el interior de la tienda. Noté que no había cajas de cobro: los empleados iban recorriendo los pasillos y cobrando directamente, iPad en mano. Al rato mi amigo emergió del cubo con un gesto de decepción. Las existencias se habían agotado y, por ese día, no quedaban más terminales. Entonces comprendimos la verdadera utilidad del iPad: vender iPads. Amén.