Tras la retirada de El Hacedor (de Borges), bajo amenaza de Kodama y sus memoriosos abogados, se redactó una carta de protesta. La ocasión merecía que partidarios y detractores de Fernández Mallo coincidiesen: la ética es más urgente que las filias y fobias. La editorial se equivocó al no solicitar autorización. Pero resulta aberrante que, por ley, se deba pedir permiso para dialogar con un clásico. No se trataba de explotar el texto original de Borges, sino de trabajar literariamente con él. Lo que se dirime aquí por tanto es la libertad de un procedimiento narrativo, no la legítima defensa de unos derechos de autor. Aunque la carta (que firmé sin dudarlo) insista en lo «actual» y «digital» del caso, la creación a partir de obras anteriores nació con el arte mismo, es parte de él. Está en los palimpsestos grecolatinos, el arte barroco, el teatro clásico, la novela negra, la poesía en general, la obra de Borges. No estamos ante un mero acto de incomprensión hacia el arte posmoderno. Sino, peor aún, ante un acto de incultura general. Este incidente daña a todas las partes. Los únicos que ganan son un par de abogados, convertidos en grotescos árbitros literarios.