Uno va por ahí, vivo, y de pronto se topa con lo que no quería. Parece inverosímil que un volcán como Félix Romeo dejase de hervir de golpe. O quizás explotó por esa fogosidad tan suya. Escribo en caliente, tal como él hablaba. Era irascible, voraz, superdotado. Nadie leía, se apasionaba ni discutía más. Convirtió el soporífero protocolo de las mesas redondas en un arte fascinante y dialéctico: no conozco caso igual. Recuerdo la precisión para el dolor de Dibujos animados, su primera novela. La elaborada obscenidad de Discotèque. La despedida sin aire, hecha jirones, de Amarillo. Su obra se reparte entre aquellos breves libros y el mar de sus opiniones, artículos, notas al margen. Busco su biografía en su editorial y me sobresalta el accidente de una metáfora:
Quizá sea literalmente cierto: Félix era inabarcable. Igual que su robusta presencia. Vino temprano la muerte y tuvo sus ojos. Pero sus ojos ya habían leído el mundo entero.