Prodigio de precisión y conjetura, la escritura de Javier Marías nos deja siempre la razonable duda sobre quién es quién. En su nueva novela, Los enamoramientos, María se enamora de Javier. Aunque Javier no se enamora de María, sino de otra. Y esa otra, como suele ocurrir, está con otro. En un pasaje, leo: «Tampoco yo pronunciaba mucho su nombre, es frecuente que oír el nuestro nos ponga en estado de alerta, como si estuviéramos recibiendo una advertencia o fuera el preámbulo de una adversidad o de un adiós». Nuestro nombre en boca de otro nos puede sobresaltar o dar miedo. Al sentirnos señalados, algo en nuestro interior se pone a la defensiva. Por eso necesitamos tanto a los personajes ajenos: en ellos nos observamos más impune y claramente. Me acuerdo del verso de Lorca: «¡qué raro que me llame Federico!». Nuestro nombre es prestado. Nuestra extrañeza es propia.