Desde hace tiempo en Occidente, y más en épocas electorales como las que vive España, impera un lógico clima de indignación social. Pero esa indignación, como es habitual en las grandes manifestaciones populares, tiende a expresarse mediante alguna dicotomía equívoca. En este caso: la abstracción llamada «clase política» frente a la amalgama de «la gente de la calle» (a veces castigada con la inquietante etiqueta de «gente normal» o con otras tan imprecisas como «ciudadanos de a pie», cuando la mayoría de ellos se obstina en atravesar en coche su ciudad). Se reclama una democracia real y no puedo estar más de acuerdo: la democracia es mucho más que el sufragio. Además de plebiscitos o listas abiertas, la democracia real sería la ejercida todos los días, de manera directa, por cada uno de nosotros. O sea con nuestros vecinos, en nuestra familia, en nuestro trabajo (en caso de tenerlo). En nuestra actitud respecto a las normas, los derechos ajenos, la gestión del dinero o los impuestos. Una pregunta profundamente política que podríamos hacernos es si los ciudadanos de verdad somos, si estamos seguros de ser mucho mejores que nuestros políticos. Pensar que sí sería tranquilizador. Pensar que no, un punto de partida.