6 de junio de 2014
Prodigios, padres, policías (y 3)
Si la primera parte de Chatterton se concentra en lo que el tiempo hace con el amor (o viceversa), la segunda parte se ocupa de lo que el tiempo hace con el trabajo. De explotación laboral. De pura y podrida juventud. «Yo canto a los elementos de opresión», ironiza Medel. Hay dinero en sus versos, que no temen ensuciarse para brillar más lejos. Hay dinero en su lírica, en la lírica trágica de no tener dinero. Se trata de un libro maduro, más allá de que nos hable de la maduración, porque aquí la edad es un experimento con las metamorfosis del tono: el dolor de crecer, la sátira del crecimiento y la celebración de haber crecido. A lo largo de sus tres secciones vemos a este libro cumplir años. No por heterogéneo o tentativo, sino porque ese es el relato que propone. Así puede enmarcarse el último poema, que describe a una antigua compañera de infancia de la autora, ahora madre de dos niños, viajando en el asiento de un autobús que funciona como el lugar de una mujer que ha perpetuado su rol tradicional. No parece del todo casual que esa ex compañera se llame Virginia. De este modo, el libro se desplaza desde el hogar heredado, el imperativo de la pareja y la misión de la maternidad hacia una soledad agridulce, la lucidez individual y la solidaridad de género (o sororidad, tal como la autora gusta llamarla). Algo similar sucede en el poema dedicado a su hermana. Son versos inter pares, sin parto. Estamos ante una poeta de estirpe, a semejanza de aquellas mujeres «con el corazón biodegradable» a las que aludía su anterior libro, Tara. A Elena Medel muchos la han visto como una hija. Pero es toda una matriarca. Vía útero soltero de la gran mamá Szymborska, va a parirnos a todos. El tiempo le ha servido. Nada más alto puede decirse de alguien que vive y escribe.