Y España volvió a ganar, aunque sea jugando. Menos mal que el fútbol, oigo decir a muchos aficionados, nos distrae por un rato de la política. Sin embargo casi todos, precisamente por razones políticas, celebramos la derrota de una Alemania demasiado segura de sí misma. Igual que, en el partido anterior, habíamos lamentado su victoria ante la sufrida selección griega. Nos dio cierta lástima golear a una Irlanda en bancarrota, ante la mirada de un árbitro portugués. Más que un partido, aquello parecía un rescate a tres bandas. A diferencia de otros torneos, hubo algo de tácita complicidad entre italianos y españoles. Pensábamos en Pirlo y Sergio Ramos, en sus penaltis suicidas. Pero acaso sus disparos se desviaban hacia la cumbre del euro, con Monti y Rajoy corriendo a presionar, apoyados por el mediocampista Hollande, a la ultradefensiva Merkel. No es exactamente una evasión lo que propone el fútbol. Sino más bien un reflejo esperanzadamente deformado. Una contestación simbólica, cuya libertad coincide con sus límites: son apenas noventa minutos. Una hora y media de ficción bien actuada, como el cine. Mitad olvido y mitad memoria paralela. A caballo entre el opio y la revancha.