29 de junio de 2012

Traducirnos

Amor y traducción se parecen en su gramática. Querer a alguien implica transformar sus palabras en las propias. Esforzarnos en entender a la otra persona e, inevitablemente, malinterpretarla. Construir un precario lenguaje en común. Para traducir un texto hace falta desearlo, codiciar su sentido, cierta necesidad de poseer su voz. El amante se mira en la persona amada buscando semejanzas en las diferencias. Quien traduce se acerca a una presencia extraña en cuya identidad, de alguna forma, se ha reconocido. Traductores y amantes desarrollan una susceptibilidad casi maníaca. Dudan de cada palabra, cada gesto, cada insinuación que surge enfrente. Sospechan celosamente de cuanto escuchan: ¿qué habrá querido decirme en realidad? En ese diálogo que alterna costumbre y fascinación, conocimiento previo y aprendizaje en marcha, ambas partes salen modificadas. Tanto amando como traduciendo, la intención del otro se topa con el límite de mi experiencia. Para que esto funcione, hará falta que admitamos los obstáculos: no vamos a poder leernos literalmente. Voy a manipularte con mi mejor voluntad. Lo que no se negocia es la emoción.

(fragmento del artículo publicado en la Revista Ñ, 22-06-2012)