«No me interesa lo puro», se mancha Marta Sanz en un extraordinario texto acerca del escritorio donde trabaja. Me acuerdo de Nicolás Guillén, cantor de la impureza en cierto poema que caía, sin embargo, en la presunta pureza de la homofobia. «No impido que el ruido de fuera se cuele en la página», sigue sonando Sanz. «Abro. Ventilo. Ensancho la rendija». Esa rendija en ciernes, que es la interferencia del mundo, puede ser percibida en términos de obstáculo o de material. El margen de la página que escribimos, ¿nos aísla o nos comunica? ¿Es más puente o placenta? En la respuesta a estas metáforas se juega quizá nuestra relación con el lenguaje. «Pego la oreja. Las voces me repercuten dentro como los graves de los altavoces». Porque a veces callarse es demasiado agudo. El silencio tiene algo de nervio, vive a punto de ser atacado. «Tampoco yo soy el silencio». Escuchar esta idea me hace hablar. Ha existido algún genio placentario (Juan Ramón), pero tiendo a admirar a quienes encuentran música en mitad del ruido. Como el dial vibrante de una radio, que merodea por sus alrededores hasta lograr una sintonía. Una radio apagada es perfecta y estéril. El silencio me interesa como maltrecho resultado: una especie de esfuerzo de clarificación. Como punto de partida esencial me parece aberrante. «Es importante la historia del vecino. Ojalá la luz filtrada por la cortina me manche el relato. Me lo arruine.» Tocan la puerta. ¿Voy o no voy? Ahora sí empieza el texto.