Mientras el mundo más o menos rico (ese que mantiene teléfonos, portátiles y banda ancha en la mayoría de hogares) se escandalizaba por el cierre de un portal cuyo fundador se hizo repentinamente millonario, y entre cuyas costumbres figuraban la especulación financiera, la colección de coches o el alquiler de modelos para pasearse en yate, otra noticia pasaba el mismo día casi desapercibida: Europa desperdicia un tercio de lo que come. Se calcula que cada ciudadano, presumible internauta, tira al año cerca de 200 kilos de alimentos en perfecto estado. El mismo estudio denuncia la prohibición de la venta de alimentos por debajo del precio de coste, impidiendo que los comerciantes, al final de la jornada, puedan ofrecer sus últimos productos frescos antes de tirarlos a la basura. En otras palabras: la ley prohíbe que la comida (incluso aquella que nadie ha querido o podido comprar antes) sea demasiado barata. Resulta sintomático que, en las insistentes reivindicaciones de la gratuidad de los contenidos digitales (aunque no de los soportes), ni siquiera se haya considerado la gratuidad de los alimentos básicos. Quizá sea porque, mientras nos descargábamos los archivos que no pagábamos, tirábamos la comida que ya habíamos pagado.