Aterrizo en Manaos para la Bienal do Livro del Amazonas. La vida de hotel tiende a convertirse en una sucesión de retracciones. Al principio nos cuesta pisar la calle. Más tarde apenas logramos ir más allá del bar. Y finalmente, en una especie de consumación larvaria, no salimos de nuestra habitación. Por eso en mi día libre, para exiliarme del hotel, hago una excursión a la selva. Pero la barbarie de la civilización va conmigo: mientras subimos a bordo, no imagino ninguna tribu sino a Klaus Kinski en Fitzcarraldo, de Herzog. De pronto algo disipa mi ensimismamiento: el Encuentro de las Aguas. En un golpe de inverosimilitud que dura kilómetros, el río Amazonas y el río Negro chocan y discurren juntos, sin confundirse en absoluto. Sus diferencias de temperatura, densidad y velocidad los mantienen enfrentados como dos países limítrofes. Así que el célebre encuentro es, en realidad, un borde. No hay mezcla ni intercambio: sólo otra frontera. Me quedo contemplando esta refutación del mestizaje que escenifica la naturaleza. Pienso en los peces que se asoman al límite de ambos ríos. Y me acuerdo de Erri de Luca, que observó que los peces nunca cierran los ojos.