La inmensa mayoría de los deportes plantea su destino de manera kantiana: ganará el mejor. Resultaría inconcebible afirmar que un tenista jugó mucho mejor que su rival durante todo el partido, pero al final perdió. O que determinado equipo de básket renunció por completo a llevar la iniciativa y terminó venciendo. Veo la final de la Champions League con menos admiración por ambos finalistas (ninguna, en el caso del campeón) que por el fútbol mismo. Los más idealistas podrán argumentar que el resultado del Bayern de Múnich-Chelsea no ha sido justo. Pero en esa profunda capacidad de injusticia, en su mezcla de mérito y crueldad, reside precisamente el misterio del fútbol, el deporte más humano que hemos sido capaces de inventar.