Nunca había entrado en la Ópera de París. Los edificios legendarios me intimidan y me crean cierta responsabilidad de la que huyo rodéandolos insistentemente por afuera, como si intentase atarles las garras antes de meter la cabeza en ellos. El interior es lo que uno esperaba: un solemne intento de persuadir al visitante de la grandeur française. Pero la sala de conciertos es otro mundo: preciosa sin excesos, del tamaño ideal, tan esmerada como íntima. Y sobre todo, sorpresa, milagro multicolor, está la cúpula de Chagall. Un impactante homenaje a la música y la danza que, aunque parezca increíble, hasta el día de hoy recibe críticas por desentonar con el conjunto. Aplicando ese mismo dogma, las orquestas deberían interpretar a Wagner ataviadas con levita, pañuelo y birrete alemán. Elevo la mirada hacia la cúpula. Me zambullo al revés. Difruto de la ausencia de instrumentos, del escenario callado. Asisto a su concierto entre las butacas vacías. A la salida, compro una postal con una cita de Goethe: «Hablar es una necesidad, escuchar es un arte».