La feria del libro de Buenos Aires me devuelve imágenes de infancia. Una mezcla de cosas que tienden a elevarse: globos, libros, caras de familiares que ya no están. El objetivo de toda feria es su apertura, pero lo más instructivo es la clausura. Gigante provisional, las horas posteriores al cierre de sus puertas son la otra ceremonia. Aún recuerdo cómo, entre el apocalipsis y la melancolía, la estructura completa de la última FIL de Guadalajara se desvaneció ante mis ojos. Las paredes volaron. Los pasillos se extraviaron. Los anaqueles fueron vaciándose, como si perdieran la memoria. Centenares de puestos quedaron reducidos igual que juguetes plegables. Los carritos se llevaban la lectura a otra parte. Todo era cartón. La palabra también. Por eso se recicla. Los verdaderos artífices de semejante prodigio no son funcionarios, políticos ni escritores. Son esos empleados que cargan, transportan, desarman. Cuando no queda un micrófono vivo, ellos se quedan estibando a medianoche. Mientras recorría fascinado los restos de la feria, recordé una idea de Alejandra Pizarnik: «Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado, yo hablo». La literatura tiene la propiedad de guarecernos y, al mismo tiempo, revelarnos nuestra intemperie.
(resumen de la columna en la Revista Ñ, 21-04-2012. Leer texto completo…)