El sábado pasado, como parte del programa de las Jornadas sobre Republicanismo Español, un centenar de incautos nos reunimos bajo la lluvia para recordar el camino que García Lorca y muchos otros hicieron en las inmediaciones de Víznar, al norte de Granada, antes de ser fusilados. Entre los asistentes estaba el hijo de Salvador Vila, fugaz rector universitario en 1936, que llegó desde Londres para peregrinar hasta la fosa donde arrojaron a su padre. Miguel Vila fue un niño exiliado. Hoy es un jovial anciano que viaja con su nieto angloparlante. Me conmueven su sonrisa y su amabilidad, cicatrices astutas de quienes han sufrido en serio. «Me da vergüenza hablar en español», me explica en inglés, «porque se me olvidan las palabras». Más tarde compruebo que maneja a la perfección su idioma materno, o violentamente paterno. Quizá lo difícil para él sea hablarlo justo aquí, en el lugar donde callaron a su padre, y su lengua adquirida funcione como un testimonio de supervivencia. Volviendo del barranco, Miguel Vila nos dice: «Ha sido horrible y hermoso». Después nos da la mano, se ajusta la capucha y desaparece bajo el agua.