En el País PP todo es posible: recortar la inversión y continuar el déficit, rebobinar derechos a los años 80, absolver a corruptos y juzgar a sus jueces, apagar la televisión pública o abolir el ministerio de Cultura. Lo penúltimo ha sido la delirante idea de Esperanza Aguirre, a quien el Señor conserve la creatividad, de transformar el 11-M en 12-M. El objetivo, explica esperanzada, es evitar coincidir con las protestas por la reforma laboral. O sea: para que no haya política en la conmemoración de la tragedia, el aniversario se traslada por decisión política. Ni el mayor ingenio bolivariano se habría atrevido a tanto. ¿Quién manipula qué? Como observó Ignacio Escolar, un 11 de marzo puede haber fútbol, toros, misa, cine, periódicos o bares. Pero no, ¡qué deshonra!, iniciativas políticas pacíficas. Ya conocemos el enfrentamiento ideológico entre dos asociaciones de víctimas del terrorismo. Hay quienes se escandalizan ante esta discrepancia. Yo la encuentro saludable y hasta madura. Que todas las víctimas de una desgracia tengan la obligación de opinar lo mismo me parece un chantaje. Una fusión entre la exequia y el pensamiento único. Respetar a los muertos es también ser fieles a la complejidad de sus vidas. Sus pasiones. Sus ideas. Rehumanizarlos. No taparlos con una careta platónica. Los muertos, faltaría más, tuvieron ideología. Cada uno la suya. Igual que quienes hoy los lloran y discrepan. Porque siguen aquí.