Cada vez me cuesta más salir de estaciones y aeropuertos. Lejos de detestar esos recintos, confieso que los busco y hasta me invento pretextos para alargar mi estancia en su interior. Me quedo a comer en ellos: su espera me alimenta. Nada prometen esos ratos, la expectativa se vuelca sobre sí misma. Leo con una atención de la que soy incapaz en el mundo exterior, cuya fascinación es dispersa. Ahí dentro, en su aparente confusión de destinos, se vuelve clara nuestra naturaleza transitoria. En cuanto salimos para pisar la calle, en cambio, quedamos secuestrados por el malentendido de que hemos llegado a alguna parte. Mi vuelo se demora. Se es feliz por accidente.