Algunas de las mejores películas que he visto son mudas. Basta nombrar Nosferatu, La pasión de Juana de Arco, La quimera del oro o The Unknown. El cine mudo partía de una intensa paradoja de fondo: tenía el afán de la explicación (subtítulos, gesticulaciones, énfasis musicales) y la virtud de la elipsis. La omisión de un elemento básico potenciaba sus demás recursos. Trabajaba a partir de una carencia. Eso se llama estilo. The Artist no habla tanto del cine mudo como del paso del tiempo. Del ruido abrumador que hace en nuestra cabeza darnos cuenta de que envejecemos. De que nuestros sentidos también pierden vigencia. Quizá por eso la última palabra que se escucha en la película sea «¡Silencio!». El protagonista, la antigua estrella, cree que su tradición es superior. Que hoy se ha perdido el gusto. Hasta que empieza a intuir, a puros martillazos de presente, los límites de su propia estética. Y, como en una pesadilla lúcida, comprende que el lenguaje ha cambiado. Estreno históricamente oportuno, la película trasciende el culto al vintage para sugerir un posible destino para las artes analógicas. Da vértigo pensar no ya en su caducidad, sino en futuros tiempos, quizá no tan lejanos, en que las actuales generaciones digitales sentirán que el mundo ha dejado de comprenderlos. Y que internet era mucho más humano, cálido y artesanal que eso de ahora. Eso que desconocemos.