Haciendo un esfuerzo de ecuanimidad, uno puede asumir las complejidades del conflicto jurídico, y hasta filosófico, que plantea la sentencia contra el juez Garzón. Es decir, hasta qué punto un fin noble (combatir la corrupción política, acabar con los delitos institucionales) justifica los medios empleados (escuchas ilegales, irregularidades en el procedimiento). Y me parece sano que una democracia regrese siempre a esa pregunta. El problema es que este exquisito celo por los derechos de los acusados se haya aplicado tan a rajatabla, oh casualidad, con poderosos políticos y ricos empresarios. Nos cuesta imaginar semejante rigor para velar por reos menos influyentes. El resultado es que los probables corruptos quedan libres, y quien los acusaba es castigado. Cuando justicia y sentido común parecen oponerse tan frontalmente, la sociedad que legitima a esa justicia debilita sus convicciones. Más allá del destino de Garzón, que es árbol y no bosque: ¿acaso nadie va a investigar, con los medios judiciales apropiados, lo que él estaba investigando? Desde esta decisión del Tribunal Supremo, el PP ya no tiene mayoría absoluta, sino suprema. Quizá por eso la flamante tesis doctoral del ex reo Camps se titule Propuestas para la reforma del sistema electoral.