No me fascina particularmente Marilyn Monroe. Pero siempre me ha fascinado la admiración de mi padre por ella. Digamos que soy su fan por pariente interpuesto: eso se llama memoria colectiva. Leyendo una crónica de su última sesión fotográfica, me entero de que la diva tenía una evidente cicatriz en el costado. La habían operado de la vesícula. Marilyn también tenía vesícula. Y callos. Y arrugas. Qué belleza. Bert Stern consiguió retratarla desnuda, o casi (todo gran desnudo es un casi). Al hacerlo, descubrió «una imperfección que la hacía parecer más vulnerable. Podías meter un dedo en su piel, como probar un merengue recién hecho». Lo que vio Stern, pero no se ve en las fotos, fue lo más propio de ella. La verdad. No dos tetas. Medianitas, tristonas. Ni el inicio del pubis. Concurrido, corriente. Sino eso: su marca. Esa herida en la piel. Stern desnudó a Marilyn justo antes de su muerte. Le hizo el amor, le hizo el horror. La convirtió de nuevo en Norma Jeane. Casi la salva.