«No te entiendo un pito lo que me decís», me dijo el conductor del autobús, o sea colectivo, o viceversa, mi primera jornada en Buenos Aires. Llevaba todo el día explicándome mal, queriendo decir una cosa y balbuceando otra, dando rodeos involuntariamente cómicos, reaprendiendo el léxico con el que aprendí hablar. «No te entiendo un pito, flaco», me repitió mientras manejaba, o sea conducía, o viceversa, y me entregaba mi correspondiente boleto o billete o pasaporte a ninguna parte. En mi ciudad natal brillaba el sol, que no tiene dialecto y tampoco le importa.