Si Faulkner comenzó a escribir novelas magistrales porque le resultaban más rentables que sus olvidables poemas, si Bach compuso las sublimes cantatas por riguroso encargo semanal, si Van Gogh se pasó la vida lamentando por carta que sus insólitos cuadros no se vendieran, entonces la diferencia no radica en la nobleza del móvil sino, quizá más trágicamente, en el talento.