11 de febrero de 2019
Como niños muy viejos (1)
Tu primer libro es un comienzo y también un abismo. Cada primer libro inaugura un terreno por delante, pero crea a la vez un punto de inflexión radical con respecto al pasado propio. Lo convierte en un bloque —el bloque inédito—, cuando todo estaba aún por suceder, cuando el futuro entero era una espera. Esto propicia una conciencia muy específica en los autores debutantes, que sienten cómo el horizonte se les instala de golpe. Y que acaso reproduce el acto de escritura, capaz de plantar una repentina sabiduría en nuestras cabezas, dueñas de un instrumento con más vida, memoria y madurez que ellas mismas. Esa es la lucidez única, semifantástica de la poesía joven. «Como niños muy viejos jugando sin permiso», lo sintetiza Rosa Berbel en su espléndido debut, Las niñas siempre dicen la verdad. En tiempos presuntamente dominados por eso que llaman posverdad, y en los que sin embargo nadie sabe cómo dejar de estrellarse con las nociones de mentira y verdad, cómo salir siquiera imaginariamente de la jaula de esa dicotomía, la poesía nos propone un espacio fronterizo. Un territorio claroscuro donde, además de grandes categorías, se deja entrar a las contradicciones, el autoengaño, el conflicto y su expresión. Esta traviesa ambigüedad parece ocultarse en el título mismo, si observamos el lugar que ocupa el tramposo adverbio temporal: las niñas siempre dicen la verdad. ¿Está realmente afirmándolo? En tal caso, ¿no hubiera sido más lógico (e igual de endecasílabo) escribir que las niñas dicen siempre la verdad? Sospecho que la autora está más bien cuestionando, parodiando un principio represor: a las niñas siempre se les exige pureza. Pero la infancia del poema es respondona. Repensar nuestros géneros también.