12 de noviembre de 2016
El malestar en el sufragio: diez observaciones antes de saltar el muro (II)
5. El resultado también puede leerse como la enésima (y definitiva) prueba de la crisis de la lógica del sufragio. Esa que pretende reducir la participación política a una decepcionante cita periódica con las urnas, cada vez menos democráticas y cada vez más funerarias. La contracción del voto progresista obedece menos a una derechización general del electorado que a la creciente certeza de que las opciones convencionales nos han arrinconado, sistemática y deliberadamente, a una triste elección entre the bad and the worse. El perpetuo chantaje del voto útil parece habernos llevado a tal extremo de agotamiento que, antes de volver a las urnas, parece urgente preguntarse muy en serio qué está sucediendo a nivel global con el sistema de representación política. Sin ese ejercicio de autocuestionamiento, focos clásicos de poder como el establishment del Partido Demócrata en los Estados Unidos, o el sector dominante del PSOE en España, tendrán poco que hacer en el futuro. En otras palabras, el problema ya no es la discusión sobre los candidatos de los partidos tradicionales. Sino la degradación interna de la democracia misma. El objetivo final no sería cuestionarla, sino resucitarla desde su base.
6. La desmovilización del voto teóricamente afín a Clinton (y, por extensión, del voto de centroizquierda en todo Occidente) se veía venir a la legua. No parece un problema coyuntural de campaña, sino la consecuencia lógica de una fórmula ahogada en sus propios límites y contradicciones. Cuando el margen de decisión de la mayoría se restringe hasta el absurdo, hasta llegar a su precarización forzosa y al oligopolio salvaje, no parece extraño que buena parte del electorado termine descreyendo de su derecho al voto. Durante la noche electoral, seguí íntegramente la exhaustiva cobertura que el más importante canal de noticias estadounidense realizó del recuento. Y, para mi sorpresa, pude comprobar que el dato de participación estuvo ausente de todos los análisis durante varias horas. La bajísima cuota de sufragio, de apenas un 55%, ni tan siquiera figuraba en los sofisticados gráficos que el programa actualizaba sin cesar. Lo único que importaba eran las predicciones técnicas, el cálculo combinado, la ecuación del recuento. Para los expertos televisivos, los cien millones de ciudadanos que habían decidido no votar (al igual que gran parte de los trabajadores para la clase dirigente) no parecían existir. Simplemente estaban fuera de su marco conceptual.
7. Pese a la insoportable sobreexposición mediática de ambos candidatos, la participación en estas elecciones presidenciales ha sido la más baja del país en doce años. La paradoja es elocuente. Aunque con cifras todavía más altas, el mismo fenómeno empieza a apreciarse en los países europeos. Este 8 de noviembre votaron algo más de cien millones de personas. Y otros cien millones (muchos de ellos en regiones proclives al voto demócrata) se quedaron en casa. Lo interesante es que en estados clave como Michigan, Wisconsin o Pensilvania, la balanza se inclinó hacia Trump por unos pocos miles de votos. Si una mínima porción de esos numerosos abstencionistas hubiera votado en dichos estados, Trump habría perdido las elecciones. Ahora sería muy fácil echarles la culpa a todos esos (no) votantes. Pero más fructífero sería plantearse por qué hay tanta gente que no cree en el poder de su voto. Ni, en última instancia, en el sentido actual de las instituciones. Acaso el nuevo presidente del imperio sea la consecuencia final de una cadena lógica: si el negocio es más sagrado que la propia democracia, no es extraño que un hombre de negocios termine siendo políticamente más relevante que cualquier político.
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