31 de diciembre de 2013

Mortal en rebeldía

En teoría estas son fechas de balances y propósitos. Sin embargo, en la práctica, las Navidades parecen oficialmente organizadas para que resulte imposible pensar. Su sobreactuada festividad conduce, mucho más que a las conclusiones, al consumo y la hiperactividad. La denominada sociedad del bienestar se postula en teoría como moral hedonista. Evitar los pensamientos negativos y alejarse de la angustia, según sugieren las literaturas de autoayuda, tendría como presunto objetivo el goce inmediato de la vida. Pero si se omite el discurso subterráneo de la muerte, si en paralelo no se desarrolla una moral de la mortalidad, esos mismos principios se nos revelan violentamente capitalistas. Porque, para que puedan oprimirme, para que puedan explotarme más allá de la razón, es necesario que en el fondo yo me sienta inmortal. Alguien que se piense desde la muerte, que cultive la certeza de que morirá pronto, encontrará mayores objeciones a la hora de dejarse atropellar. El ciudadano medio es por tanto potencialmente más rebelde sabiéndose mortal que viviendo en una suerte de inopia donde la finitud funciona apenas como un vago sobreentendido. Quien pone la mortalidad en el centro de su identidad tiende a adoptar decisiones radicales. Esas decisiones resultarán probablemente subversivas o, como mínimo, mucho menos productivas desde el punto de vista económico. No hay bienestar posible sin dejar de estar. En las antípodas de la depresión, nombrar el propio fin (¿qué otra cosa es el arte si no un ars moriendi?) puede ser el principio vital de toda rebeldía.

23 de diciembre de 2013

Lo intraducible

Cuando vi al intérprete sudafricano Thamsanqa Jantjie convertir el discurso protocolario de Obama en una amalgama de tics y repeticiones incomprensibles, recordé que unas semanas antes, durante el cierre administrativo que forzaron los republicanos, una taquígrafa del Congreso de los Estados Unidos había tenido un ataque de nervios en plena votación parlamentaria. Diane Reidy, que llevaba años transcribiendo los discursos de sus señorías, se puso súbitamente en pie, se acercó a un micrófono y empezó a increpar a los congresistas, mientras estos trataban de tomar alguna decisión sobre el caos que ellos mismos habían provocado en el país. Casualidad o no, ambos incidentes nos remiten a un conflicto que parece afectar a todos los ciudadanos de las democracias contemporáneas: el cortocircuito en la transmisión entre el poder y la población. La imposibilidad de traducir el lenguaje político a la realidad ciudadana. El malestar en la representatividad. Presa del pánico, el intérprete sudafricano no encontró la manera de trasladarle a su comunidad lo que estaba diciendo el presidente más significativo del mundo. Presa de la ira, la taquígrafa no se sintió capaz de seguir copiando las intervenciones de los congresistas de su país. En ambos casos uno puede conformarse con la teoría de la locura, que suele distraer los casos más incómodos. O bien tomarlos como síntoma, y preguntarse por qué estos episodios tan extraños y similares han ocurrido ahora. Hoy Mandela es señalado como héroe por el mundo que se autodenomina civilizado. Los últimos presidentes norteamericanos, igual que los líderes del resto de potencias, se han llenado la boca de indigestas alabanzas acerca de su legado. Sin embargo, hace apenas cinco años Mandela continuaba figurando en la lista de terroristas vigilados por los Estados Unidos. Este tipo de desfases radicales entre dicho y hecho, entre discurso oficial y acción política, acaban enloqueciendo a cualquier intérprete. Traductor en shock, el ciudadano medio vive tratando de convencerse de que entiende el discurso de sus representantes, de que hablan idiomas compatibles. Hasta que un día, exhausto, empieza a sufrir alucinaciones. O, aún peor, empieza a hacerse el sordo.


17 de diciembre de 2013

Idiomas que quisiéramos hablar



LAS COSAS QUE NO HACEMOS 

Me gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros planes al despertar, cuando el día se sube a nuestra cama como un gato de luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos, su resplandor alcanzase nuestros cuerpos. Me gustan las guías de viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha. Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos. 

(Celebrando la edición argentina de Hacerse el muerto. Más sobre el libro, aquí. Otros cuentometrajes argentinos: El fusilado y Un suicida risueño.)

11 de diciembre de 2013

Imperio y eufemismo

Además de los daños materiales, la crisis económica provoca que, al pensar y expresarnos, interioricemos los eufemismos de la lógica financiera. El lenguaje es una herramienta sin dueño; por eso conviene ponerse en guardia cuando alguien se la apropia. La capacidad de asombro, reacción o rechazo está directamente relacionada con la sensibilidad verbal. Esa es una de las funciones políticas de los estudios de lengua y literatura. Ya sabemos que, cuando alguien susurra ajuste, quiere decir empobrecimiento. Que, si conjuga el verbo sanear, no se refiere a la salud pública. Que, cuando esgrime la palabra crecimiento, está hablando de pactos con la banca. El Gobierno español celebra últimamente las presuntas buenas noticias que empieza a recibir en materia económica. El empleo sigue hundido. Los sueldos no suben. La deuda no baja. La inversión pública desaparece. De las pensiones, ni hablemos. Pero, atención, sorpresa: el trimestre pasado el país creció un 0,1 %. El vacío, una coma, luego un uno. Una pestaña por encima de la nada. Así valen la pena todos los sacrificios. Como exclamó Cervantes ante el monumento funerario de Felipe II, ¡voto a Dios que me espanta esta grandeza! La confusión entre micro y macroeconomía es una estrategia de distracción política, pero también una manera de ver y nombrar el mundo. Cuando el ministro Montoro afirma que España es un referente mundial en materia de ajustes, omitiendo sus consecuencias en cada ciudadano, el ministro no se está limitando a mentir: está confirmando una gramática de la distorsión que se extiende a todos los ámbitos. Las empresas, por ejemplo, ya no te venden productos. Lo que hacen a cada rato, insoportablemente, es ofrecerte soluciones. Soluciones, claro está, anteriores a la existencia misma del problema. El incesante Aristóteles distinguía entre lo económico y lo crematístico. Lo económico aludía a la justa administración de los bienes comunes. Lo crematístico, a los intercambios cuyo único objetivo era el beneficio individual. He ahí la trampa aristotélica de las políticas estatales: en vez de gabinetes económicos, tienen ranchos crematísticos.

6 de diciembre de 2013

Un minuto con Aira

Ceno en Santiago con dos buenos amigos chilenos, Riquelme y Celedón, tan distintos entre sí que se parecen. Ambos se turnan para tomar la palabra, uno sinuoso y narrativo, otro escueto y aforístico. Sus voces alternas proyectan un unísono imposible. Primero hablamos de la biografía de Kafka a la que Reiner Stach ha dedicado media vida. Después hablamos de la vida africana de Rimbaud. O su otra vida. ¿Rimbaud tuvo dos identidades, o quizá fue el mismo hombre en dos lugares irreconciliables? Al día siguiente acudo a una librería en Providencia. Curioseo. Hago braille. Por puro azar, me pongo a hojear una nueva traducción del ensayo de Benjamin sobre el surrealismo. Entonces, como invocado, entra a la librería César Aira. Jamás lo había visto en persona. Es él. Más alto, barrigón y jovial de lo que suponía. Es imposible suponer a Aira. Pero ahí está, erguido entre anaqueles. Lo saludo nervioso. Intercambiamos seis o siete oraciones. Él le pregunta al librero por la trilogía biográfica de Kafka que escribió Reiner Stach. Me sobresalto y vuelvo a sumergirme en el ensayo sobre el surrealismo. De inmediato me topo con el nombre de Rimbaud, señalado como precursor del movimiento. Aira comprueba decepcionado que el tomo que está en venta es el mismo que ya tiene en su casa. Intercambiamos otras seis o siete oraciones. Admiro a Aira, pero no lo miro. Él consulta su reloj de pulsera. Bajo la vista y busco el final del ensayo: «un despertador que a cada minuto grita sus sesenta segundos». Voy a tener que irme, dice Aira. Lógicamente, anochece.

2 de diciembre de 2013

La mancha humana

Más que sacar algo en limpio de sus lecturas, uno se ensucia con ellas: se enfanga de matices, se empapa de mundo, se enloda con sus propias contradicciones. Quizá por eso mismo subrayamos y anotamos los libros: para mancharlos con nuestra propia materia. ¿Y las pantallas de cada día? Ellas también se rayan, salpican, pegotean. En su piel quedan impresas, tan literalmente, nuestras huellas dactilares.